Saturday, February 27, 2010

Gravedad


A las cuatro de la mañana comprendí por qué Irene había estado preguntándome tan insistentemente sobre mis libros favoritos y cómo eran sus portadas. Le dije que en Al sur de la frontera al oeste del sol había un japonesito o una japonesita, no estaba segura (en todo caso, me gustaba esa androginia); también le hablé de tres figuras con sombreros diluyéndose en el polvo del desierto de Sinaloa, y de otro donde una chica llevaba un par de gafas de corazones, muy Kitsch, muy tiernamente perversa.

Fui hasta el baño y miré mi cara drogada por el desvelo y el cansancio. Me doblé hasta hacer crujir mis vértebras, culpé al síndrome premenstrual o a cualquier otro síndrome desconocido o familiar (por ejemplo, al “fantasma de la No Escritura”, como había dicho tan bartlebyanamente Pablo Brescia en una reciente visita a nuestra carrera). Recordé, a esa hora, la cara desvencijada de una mujer que hace un par de días me escupió toda su ira cultural porque yo me había atrevido a preguntar si en ese sagrado recinto de libros vendían, por si acaso, una copa de vino. La dama me dijo: “You shouldn´t ask about wine in this place!”. Era la prueba foucaultiana que me faltaba para comprobar la odiosa sospecha de que el cultural shock no es un abstracto, sino una cuestión de agentes mínimos, pequeñas personas que alcanzan el sentido de sus vidas poniéndote la pata en el pecho para decirte desde qué lugar privilegiado de sus sistemas-culturas te hablan. No le contesté porque la vieja me había gritado en delante de mi hija, y lo menos que yo quiero es poner a Irene en el injusto lugar de la humillación.

Pero decía: me dolía la espalda y recién eran las cuatro de la mañana –cómo iba yo a saber que a esa hora ocurría una desgracia en Chile-. Volví a la cama, jalé las sábanas e hice que el reloj digital me diera la espalda para no ver sus números fosforescentes como una condena. Intenté recordar una frase de un cuento de Brescia: “vení, puta, apretá, hacé que te sienta”, o algo así, llamando a la muerte. Me había gustado ese cuento, a diferencia de otros suyos más (innecesariamente) intelectuales.

El dolor persistía. Pensé que si me tiraba en el piso mi espalda lo iba a agradecer. La alfombra me recibió con su provocación polvorienta a las histaminas. Entonces los vi: entre el somier y el colchón asomaban tres de mis libros favoritos, desnivelando la superficie de la cama.

Claro, yo le había dicho a mi hija, a propósito de una publicidad sobre intereses bancarios en la que se ve a un tipo atesorando billetes bajo el colchón, que “cuánto me gustaría encontrarme con lo que más necesito debajo del mío”. Allí estaban, entonces, las fantasías que yo necesitaba para estar bien.

Pensé en sacar los libros y volver a colocarlos en la mañana, como seguramente había hecho una princesa de los Hermanos Grimm cuando le pusieron un frejol bajo las mantas para probar su status, su intachable nobleza. Sin embargo, decidí participar de ese pacto mágico y los acomodé mejor, hacia el centro de la cama, de modo que la fuerza gravitatoria de la literatura no terminara matándome, curvándome, produciéndome una escoliosis mortal.

Cerré los ojos y oré un poco: cosas como “Gracias por Irene” o “Quiero definirme mejor”. Pensé en una frase en francés: “Sang doux”, que suena a crimen exótico, pero que en realidad es una hermosa traducción que me da fuerzas, esperanzas, véase, si se quiere: http://retors.net

Luego comenzó a llover, otra vez, y las barbas de los robles me infundieron la pizquita de miedo que necesito para dormir. Lo último que me parece articulé mentalmente fue algo al estilo Yuri años ochenta: “maldito, implacable y maravilloso invierno”.

Saturday, February 20, 2010

Especies diferentes


Por fin. Sumando, debo haber dormido unas 25 horas en total en la última semana, pero no estoy aquí para hacer un numerito de autolástima, sino para compartir el enormísimo placer estético-narrativo que experimenté viendo la peli Let the Right One In (Låt den rätte komma in en sueco y traducida al español como “Déjame entrar”), de Tomas Alfredson.

La historia va de vampiros adolescentes. Sin embargo, no se trata para nada de una movie Kitsch y pseudosentimental, con la facilona moral de los vampiros que se resisten a su especie maligna, mas continúan chupando sangre aunque les duela el alma (porque, a diferencia de los zombies, los vamps tienen alma y un largo y tortuoso pasado).

La jovencísima y pálida Lina Leandersson (13) interpreta a Eli, la vampira melancólica y algo freak que terminará enamorándose de su vecino en un sórdido barrio de Estocolmo, Oskar (12), el outsider que no se atreve a enfrentar a los nazis del curso. La relación entre Eli y Oskar, entonces, está fundada en esa excentricidad compartida, ambos están al margen de sus mundos y han sido heridos. De nuevo, como en todos los relatos clásicos de encuentro y desencuentro entre especies (pienso de nuevo en la novela Hiere zarza negra), en “Déjame entrar” los protagonistas cruzan la frontera invisible –cuya sustancia, el inconmensurable tiempo, no será obstáculo suficiente- para entrar en la maravillosa indeterminación del amor imposible.

¿Qué la hace tan buena peli? Quizás, que no es gringa. Es sueca, suequísima. Y es que Hollywood ha maltratado tanto al subgénero vamp que pensar en el minimalismo y la sangre suficiente, o en un menos obvio manejo de la violencia catalizadora, como posibilidad estética para el Vamp Movie parecía cosa de raros, una locura. Y lo es. “Déjame entrar” no sólo mantiene en el estado de potencia el deseo sexual, sino que insinúa la androginia como el estado ideal para ese deseo. Al parecer (según lo que he investigado de la novela sobre la que se basa el guión), Eli habría sido un niño que hace doscientos años, antes de ser convertido a su nueva existencia, fue castrado.

Sí, hay dolor y poesía en este relato cinematográfico, y mucho más que decir, pero es preferible verla. Y ver incluso las escenas censuradas, no estoy segura si sólo para la edición gringa o si se trata de una decisión narrativa; en todo caso, lo que no entró habla también de cómo se construyó el aura sensual, las vidas íntimas del filme: callando, antes que desnudando.

Saturday, February 6, 2010

Freud nuestro de cada día



He hecho mucho esta semana. Sin embargo, me cuesta narrarlo. Todo es vértigo, tensión, satisfacción rápida, desvelo y la idea, un poco desahuciada, de que todo es maravillosamente inútil. Estuve leyendo demasiado Aira y demasiado Gombrowicz, y, un poco con culpa, un libro gordo sobre una investigación histórica del caso de Jack el Destripador. Estoy metida en un laberinto de sangre y oscuros motivos que debo solucionar hasta el 10 de febrero. (También vi This is it, el hijo encarnado de Gombrowicz, sin duda). (Ah, y A Serious Man, sobre la que Irene tiene, a su vez, serias observaciones: le parece que las fachadas de las casas tipo “casa de chocolate en la pradera” es un recurso fácil para inspirar terror).

De modo que no escribiré mucho más. Apenas algunas ideas sueltas, mensajes, tactos, comentarios que componen la sintaxis de esta semana:

Pepo Paz (mi Súper Editor): Gio, una de cal y otra de arena.

Yo: Gracias, querido. Ésa es la idea.

Irene: Lo que me gusta de este lugar es que las ardillas son gratis.

Alejandro: Y el autobús escolar y el espectáculo de las tormentas.

Yo: He visto más novelas mexicanas que nunca en mi vida.

Irene: Por la tacañera. Podríamos pagar Direct TV para tener más de un canal en español.

Yo: No, no, es que me gustan. Me encanta que se cumplan como están en mi mente. Si te fijás bien, nunca falta un hombre que diga: “yo soy tu padre”.

Irene: ¡Sí, sí, es verdad!

Yo: Ahá.

Irene: ¿Y por qué, mami?

Alejandro: Porque algunos mexicanos son huérfanos, o sea, creían que…

Irene: ¡Dije mami! ¿Vos sos “mami”?

Mami, o sea yo: No son totalmente huérfanos… Son hijos de la Malinche.

Irene: ¿Y quién es ésa?