Sunday, September 19, 2010

Gainesville 9/17


El viernes por la mañana, luego de atravesar el pequeño infierno de la burocracia consular para obtener una visa a la no siempre maternal Madre Patria, estrené mi flamante licencia de conducir gringa por las avenidas de Miami. Somos de pueblo y, aparte de los míticos partidos de los Gator y del significativo y orgulloso puntaje que University of Florida acaba de obtener en el ranking de universidades, Gainesville solo sale en las noticias por cosas como la ira retronacionalista de un pastor que quiere quemar el Corán en una fatídica recordación del 9/11 (cómo le gusta a alguna gente quemar libros, no?). De modo que Miami, digo, era mucha cosa para mi tranquilo provincianismo universitario.

Era mi cumple y podía sentir la última furia de Saturno masticando mis partes más débiles. Me he acostumbrado a su método, así que la sugerencia-imposición del consulado de mostrar una cuenta bancaria contundente para merecer un visado a España (dado que soy boliviana), pese a que voy por motivos literarios –y ya sabemos de qué modo sobrevive la literatura en cualquier parte del mundo─, no me sorprendió en lo más mínimo. Mercurio está retrógrado me dije, pero no supe reconocer su latitud, pues ya desde hace algún tiempo los trámites se me vienen torciendo en un reggae fusión punk metafísico que burla toda precaución (ejemplo: envío cuento al Julio Cortázar de Cuba y el sobre, bajo el sello priority mail UPS, queda atorado en la garganta de la aduana habanera).

¿Qué hacer?

Lo de siempre: la amistad, la hermandad latina en un mundo posnacional, la neopicaresca intraimperial, la suma de sufijos y prefijos ansiosos que no consiguen dar con el problema, con mi problema, el de una escritora cada vez menos joven que avanza, espada en alto, corazón valiente (o algo así suele decir mi amigo Gary) buscando amor para sus personajes. Entonces un buen amigo me hace un depósito ipsofáctico y mi cuenta engorda escandalosamente. Todavía cruzo los dedos, querida Lolita B., para que los guardianes de las fronteras me permitan llegar hasta Menorca.

Gerry llama y le cuento rápidamente mi odisea. “Estoy en la carretera”, le digo, “y no sé a qué hora volveré a la villa”. Gerry dice, entonces, que esa es la mejor manera de cumplir años: “Viajas”, dice, “y eso está bien; es perfecto. Viajar es la victoria sobre el tiempo. Viajas contra el tiempo, no envejeces. Felicidades”.

Mientras los árboles de Gainesville, que ese es su verdadero secreto, la dignísima belleza de su mediterraneidad, comienzan a alzarse en la oscurana y otra humedad me recibe, pienso que, en efecto, esta ha sido una curiosa manera de cumplir años. He recibido varios “no” y en mi interior se revuelve bartlebyana o bartlébicamente, como quieran, la potencia de lo que todavía no he escrito. La sumatoria de estos “noes” –un cuento que no llega a destino, porque tal vez ese no era su destino; una visa en stand by, porque la globalización diseña un mapa que se imprime borgesianamente sobre los planes más voluntariosos (ahora creo que desde Bolivia me hubiera sido más fácil moverme, cruzar aduanas insulares)─ hace también mi definición, mi lucha.

Me reciben los árboles negros, enormes, que bordean mi casa, con sus troncos obscenos y conmovedores. Verlos siempre me hace imaginar que soy un gigante, Gulliver, y que si quisiera podría tirarme sobre el follaje como sobre un sofá y dormir la juerga. Mi hijo dice, en cambio, que si él fuera un gigante orinaría sobre los árboles para que los ínfimos humanos agradezcan la lluvia. Sin duda, todo es cuestión de escalas.

Monday, September 6, 2010

Deseado lector...

Un cuento y una crónica en dos sitios argentinos de alta referencialidad latinoamericana:




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