Sunday, October 31, 2010

Viaje al pasado



¿Qué hora será mientras viajo seis horas al pasado? Escribo entre turbulencias, mirando de reojo las nubes, su aspecto enfáticamente celestial, algunas estallando en los últimos ardores anaranjados. La batería de mi laptop me promete un 21% de energía, de modo que haré un reporte fragmentario de lo que para mí ha significado este viaje.

Conocí a gente que, como yo, abraza esta locura de escribir (esta mañana en la Casa del Libro en Gran Vía de Madrid, mirando con gula las altísimas estanterías con toda la literatura del mundo, o seré justa: casi toda… me pregunté cómo, por qué, es que todavía yo y los demás queremos escribir. Qué clase de jodida y masoquista enfermedad es esta), pero bueno, es que todavía poseemos una parte de la verdad y queremos formularla, participar de la gran ficción del universo. Está claro que fracasaremos (hermosa profecía vilamatiana).

Uno nunca sabe qué se traerá de los encuentros literarios. Yo he empacado conversaciones entrañables con Sergio Chejfec –a quien comenzamos a llamar Mr. Chejfec, imaginando una serie policial inteligente─. Su incondicional ayuda con mi maletota que gradualmente comenzó a tomar el aspecto del contenedor de un crimen (Chejfec: “es el karma de los libros: das uno, recibís tres”. Pero un karma positivo, ¿no creés? “…Y… a veces no tanto”) me hizo pensarlo como una versión transcultural del aristocrático aparapita paceño, esa suerte de atlas andino capaz de cargar tanto un costal de papas como el inmenso destino de Caín.

Mi principal partner de mesas fue el cubano Antonio José Ponte, que escribe poesía para traicionar su propio ritmo narrativo, para romperlo, porque uno no debe acomodarse a su propio molde, sea un país o un cuento. Las perfectas cabezas de Ponte y Chejfec centelleaban bajo el sol de Menorca y yo pensé en una secta de telépatas, de E.T. capaces todavía de salvar el mundo.

Otra tarde, en Barcelona, fui con Yuri Herrera a una clase de escritura creativa en la Universidad Pompeu Fabre. Nos esperaban jóvenes escritores. Yo no sabía que nuestro anfitrión era Juan Villoro. Nos lo dijo José Luis Espina, el moderador, unos rectángulos antes de encontrar lugar en los parqueos milimétricos de España (Estados Unidos me ha malacostumbrado al megaespacio de sus “huuuuge parking lots”, como diría lascivamente Homero Simpson). Tragué saliva y me armé de valor. Hace mucho que no tomo ningún tranquilizante o sustancias anexas antes de entrar en la batalla pública. La lucidez me duele pero la prefiero mil veces. Nos sentamos en pupitres y conversamos sobre el oficio. Todo fue muy natural. ¿Muy natural? No, no. Pensaba en respuestas inteligentes para compartir en semejante claustro, pero solo me salía la verdad. La verdad con sus bizarrías, con sus altibajos, con sus aciertos y perlas, la verdad subversiva y amorosa. Qué buena sintonía hicimos con Yuri.

Yuri me regaló algunos ejemplares de “El perro”, su revista literaria, y yo le manifesté mi deseo de crear algo paralelo, probablemente de no ficción: “¿cómo ves “La perra”?”. Lo siento, dijo Yuri, pero en Colombia acaban de lanzar “La perra”. Claro que siempre es posible la ortogonalidad, propuse: “Entonces La perrita, ficción púber”.

Y ya he dicho que un gran descubrimiento humano y literario ha sido Inés Bortagaray, cuya novela breve Prontos, listos, ya me devoré una madrugada, cuando aún estaba montada en mi jet-lag. “Es dulcísima, es como orar”, comenté al día siguiente, y Chejfec preguntó: “¿Vos rezás?”. Decidimos que deseamos celebrar un encuentro en que los escritores también hablen de Dios, creyendo o sin creer, a modo de desnudarse, de hablar de ese tema huidizo que es la Gran Totalidad.

Creo que dejé olvidada mis medias (es bueno olvidar objetos, es la ofrenda al tránsito) entre las sábanas del céntrico hotel en el que Pepo Paz, mi adorable editor, me alojó tan consideradamente, para que yo pudiera sentir el frenético latido de Madrid. Gracias, Pepo, por todo. Por el tour a las librerías, el vino, los amigos, el necesario “baño de realidad” y por creer en mis personajes como si te respiraran en la oreja. Sos “la hostia”.

Ahora parpadea el foquito de la batería, tengo que cerrar esta crónica ipsofácticamente. Miro a un costado y veo que hay un tipo de nubes grises, muy ralas, como si la Gran Totalidad también fumara, bajo las cuales comienza a distinguirse la anatomía de una civilización o un pueblo. Es cuando creo, como Pepo, que la realidad está aún dos o tres pasitos por delante de lo virtual y sus fantásticos espejismos y tram(p)as.

(Foto: vista de mi ventanilla)

Tuesday, October 19, 2010

Barajas y demás


A 10 grados centígrados por cortesía del AC del aeropuerto de Miami y con ocho horas de retraso, era lógico que la gente estuviera malhumorada cuando, al arribar a Madrid, nos informaron que habíamos perdido la conexión a Barcelona. Por algún extraño motivo yo estaba de lo más zen. Quizás el hecho de ver ciudad, de estar rodeada de gente que habla español, o simplemente porque el viaje literario me hacía falta, no protesté ni nada. Tomé el lugar de la observadora cultural y las escenas fluyeron:

a) En los mostradores de Air Europa un sujeto le grita a otro: “¡Ea, tío!, que no estás en tu país, ¡nada de colarse en la fila!”.
b) La azafata, desesperada: “¿Queréis viajar o agarraros a las leches? Es que así no se puede…”
c) Un viajero: “¿Un hotel dices? ¿Es que no entiendes que yo sí trabajo?”.

Llegué sana y salva y con buen humor. No he remontado el asunto del jet lag, pero eso es lo de menos. La gente del Colectivo Fu está dejando la piel en este proyecto y no voy a ponerme a llorar por unas horas de espera.

Hoy me encontré con varios amigos: Luis Umberto Crosthwaite, Lina Meruane, Fabiola Morales y Andrés Laguna. Almorcé con Pola Oloixarac, quien me invitó a integrar su club de mujeres terroristas. Durante la cena, amigos de mis amigos me hicieron un test: ¿Te gusta Stephen King? ¿Ves pelis de Hollywood? El doble sí me granjeó la simpatía del más rebelde, aunque los verdaderos resultados del test solo los conoceré el viernes.

Ha sido una hermosa revelación escuchar la charla entre Slavko Supcic, de Venezuela, e Inés Bortagaray, de Uruguay, moderada por nada más y nada menos que Eloy Fernández Porta, autorísimo de After Pop y Eros, la superproducción de los afectos (libros altamente recomendados por Gerry y leídos hasta la impudicia por Alex).

Me encanta cuando la conversación literaria es bitonal: Slavko manejando la parodia irreverente con muchísima elegancia e Inés con una timidez y una autenticidad que conmueven. Inés dijo que todos los escritores uruguayos están excluidos y la inquieta no saber por qué o contra qué. Quizás sea una forma de ser, una política de la melancolía, digo yo, que siempre he admirado esa modalidad anacrónica de la banda oriental. En todo caso, qué bella dignidad la de no dejarse permear por completo por la omniestética del mercado que formatea al escritor “cool”, súper informado, recontra actualizado, angustiosamente updated. Inés habló también de la extinción y yo pensé en un cuento sobre la soledad, o sobre convertirse en un animal en medio de la estepa.

Ahora tengo que dormir. Mañana habrá más.

(La foto es de hoy, después de la cena y el test).

Wednesday, October 6, 2010

Purgatorio virtual


Estoy leyendo Los muertos, de Jorge Carrión. Un amigo me hizo el favor de traérmela de Madrid, pese a que yo (sí, sí, ya tengo la visa) estaré en breve por esos lares, pero es que no podía esperar a leer una novela que provocaba mi más gótica sensibilidad.

Los muertos
comienza con una escena onda Terminator 2: Un hombre desnudo en un callejón de Nueva York, acaba de materializarse. Tres cabezas rapadas le dan la bienvenida a punta de patadas y escupitajos a esa suerte de purgatorio virtual en el que nadie tiene un nombre o un pasado. ¿Quiénes son estos muertos? Algunos están marcados con terribles cicatrices en distintas partes del cuerpo, experimentan ataques de violencia y sufren dolorosas interferencias que no conducen a ninguna parte. La condición de “muertos”, por supuesto, no es algo que ellos contemplen ni por un momento. No saben que están muertos. Estar muerto no es una circunstancia o un tipo de conciencia. En todo caso, es una interfaz.

De hecho, este artefacto literario está armado con interferencias. Carrión ha alternado las dos mitades de la novela con un ensayo literario que permite constatar la loca sospecha de que estamos leyendo una serie televisiva de alto rating, una de esas series correspondientes al subgénero “9/11”. Me imagino que la última parte de la novela será una especie de “segunda temporada”, pero todavía no he llegado, sigo habitando entre muertos y personajes de ficción que el escritor ha exhumado de la imaginación pública para saldar viejas cuentas morales. Así, Corleone, Lady Macbeth o una versión deformada de Larry, el famoso presentador de noticias gringas, coexisten sin otra discriminación que el servicio a una ficción mayor: La absoluta, absoluta y asfixiante virtualidad.

No he rumiado lo suficiente sobre estos dead friends, pero no está mal acercarse al tema 9/11 pensándolo como una gran interferencia en la exitosa flecha occidental que pretendía cruzar el milenio impunemente. Los muertos de Carrión no son repulsivos, no arrastran colgajos de carne ni se pudren fácilmente, de hecho, su capacidad de autogeneración es escalofriante. La repulsión, en todo caso, reside en la idea de que ningún sistema, ni siquiera el virtual, puede funcionar como una comunidad suficiente para un ser humano que se ha hiperfragmentado a tal punto que debe reducir su identidad a la posesión de un cuerpo sano. Cualquier otra subjetividad es expulsada de este limbo en el que seguramente también me toparé a Baudrillard. Sé que esto es un extremo, pero es también un método de pensamiento, pensar en los extremos, olfatearlos, anticiparse, establecerlos como límites, evitar rozarlos.