Saturday, April 10, 2010

La mirada del robot


“¿Cómo narrar después del holocausto?”, se preguntaba Primo Levi, aterrorizado de que no sólo el relato de la historia, sino también la cultura tendieran a suavizar lo insoportable. “Es imposible escribir un poema después de Auschwitz”, sentenció a modo de respuesta Theodor Adorno, en relación a esa catarsis negativa que significó la era hitleriana. ¿De qué modo cambiaba la concepción de la belleza, del héroe, del destino, pero sobre todo, cómo entrever una teleología que no condujera al horror? ¿Cómo escapar, digamos, de una “novela policial hiperrealista”? La trivialización del pop fue una respuesta, y cuando esa reacción no fue suficiente, apareció el afterpop.

Anoche vimos The Hurt Locker, de Kathryn Bigelow y, entre otras cosas, nos quedamos conversando hasta las seis de la mañana (tuvimos que improvisar un “brunch” y tomar toneladas de café durante toda la tarde). A dice que el exterminador de bombas es un remake muy inteligente de Terminator: vas-desarmas-vuelves. Destruir estructuras, aunque sean bombas, parece ser la misión de este soldado norteamericano, un tipo cuya subjetividad sólo aparece en minúsculos momentos.

Yo, en cambio, pienso que no se trata de un personaje tan ready-made: el hombre endurecido por la guerra que ha renunciado a una vida “normal” en aras de la nación y que a cambio obtiene el exilio de la sociedad civil. De hecho, el discurso nacionalista de The Hurt Locker no es obsceno y, más bien, se diluye en la medida que los contornos de ese planeta extraño que es el desierto de la guerra van consolidándose hasta prefigurar la única cultura posible, vital y carnal en un mundo de asépticos supermercados.

Hay, pues, una poética de la guerra. Y lo sintomático y hermoso es que esa poética tenía que venir del ojo cinematográfico de una mujer, que antes que buscar una estética para seducir al que mira y luego zamparle el mensaje propagandístico subliminal, expone primero el corazón del asunto y luego, de a poco, va componiendo un planeta alien hecho de soldados que parecen astronautas con sus pesadísimos trajes antibombas, de desierto sucio de cenizas y atardeceres como en La Guerra de las Galaxias, de niños con los días contados, de tercos suicidas y, también, de una sutil parodia de la violencia bélica codificada.

Kathryn Bigelow no ha necesitado tampoco de la subtrama amorosa para redimensionar al soldado exterminador; si bien queda claro que tenía una mujer y un hijo, esa pequeña familia afantasmada sólo es funcional en cuanto puede enfatizar el contraste entre una sociedad tediosa, previsible, demasiado “a salvo”, y la vitalidad horrible de la guerra, allí donde tienes el valor de buscar en las entrañas de un cadáver niño la existencia de una bomba, como si fueras el lujurioso dios Saturno o un caníbal posapocalíptico, hambriento, adrenalínico, siempre al filo.

Entonces el vacío de los últimos años se rellena. El hombre elige la guerra.

¿La mujer? Ese es otro issue que en esta peli se aborda desde la ausencia simbólica. Madres árabes, jóvenes gringas iluminadas por la epifanía de la viudez (hace poco vi en una tienda a una mujer negra que llevaba una polera retro con una leyenda contundente: “My husband is in the War”)… de ellas, por ahora, sólo flashes.

La peli de Bigelow establece una crítica, pero no sé si una autocrítica suficiente, pues esta neorromantización del soldado industrial puede también ser leída como la gestación de la raza perfecta y monotemática que todo imperio ansía.

¿Cómo narrar durante Irak? Bigelow escoge la cámara obsesiva, fija, como la mirada de un robot, pero sin su mediación, pues no es gratuito que el exterminador aparte al bicho de metal para meterse de lleno en el escenario de la guerra y desarmar con sus propias manos una bomba de mil tentáculos, mientras el tiempo cobra su verdadero sentido físico: el del transcurso de los segundos. La virtualidad no es suficiente para comunicar la experiencia. Y en eso yo también estoy de acuerdo.

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