Wednesday, June 2, 2010

Traducciones


Kertes Gábor, talentoso traductor húngaro, acaba de enviarme vía electrónica la edición de la revista Magyar Lettre en la que figura mi cuento “Sangre dulce”. Sangre fue traducido al francés hace poco, pero la extrañeza que me produjo el texto volcado en esa lengua dulce y sensual no fue tan intensa como la visión de este lenguaje enloquecido y salivante que ahora contiene mi relato. ¿Permanecerán ahí las emociones? No es una pregunta de duda, sino más bien la expresión abismada ante la carnalidad de las lenguas, que al apropiarse de las historias, de algún modo las transforman y corrompen. Leyendo así a Sangre pareciera que me han hecho un exorcismo. No a mí, en realidad, sino a lo que me pertenecía.

Esto mismo sentí, en otra escena, quizás con otro tono, el domingo, cuando reincidimos en nuestro lugar favorito: el Zoo. ¿Ya he dicho que Irene es una apasionada amante de la naturaleza, los animales, las plantas, el mar, los insectos, todo lo que esté lleno de biológico movimiento? Pues bien, allí estábamos, calcinándonos bajo el sol sureño de las tres de la tarde. Nos dábamos un respiro bajo unas palmeras generosas y nos insuflábamos valentía para montarnos en el tobogán acuático cuando se acercó este hombre.

Qué hermosa es su hija, dijo el extraño.

Sentí pánico. Era pleno día pero uno nunca sabe.

Sus ojos, su pelo, su cuerpito, prosiguió el hombre.

Abracé a mi hija y la atraje hacia mí. Quise ser más grande, más alta, más fuerte.

Yo tenía una hija idéntica, más canelita, dijo el hombre.

Pero eso no terminó de relajarme. No le había dicho “gracias” por esa ardiente evaluación de la belleza de mi hija, pero él no parecía esperar ningún tipo de reciprocidad. Era un monólogo.

Era idéntica. El mismo tamaño, ¿qué edad tiene? Ella murió… dijo el hombre, alejándose hacia la piscina donde unas mantarrayas bebés comenzaban a hacer sus primeras piruetas. Metió su mano en la piscina para acariciar la suavísima piel de esos bichos.

Volvió a los tres minutos y preguntó de dónde éramos. Él era de Honduras, no había podido ir al entierro. Ahora estaba también lo de la mierdosa ley de Arizona.

¿Puedo darle un beso?, preguntó el hombre.

Besó a Irene en la frente y me dijo: “Cuídela. Va a tener que cuidarla mucho”.

Pensé en un cuento que no he leído pero que Emma Villazón me contó una vez, un cuento de Vila-Matas sobre las infinitas connotaciones de la sugerencia “cuídate mucho”.

Finalmente nos montamos en el tobogán de agua. Irene me pidió que no le apretara así el estómago porque iba a provocarle un vómito. "Irene es mía", me dije, pero involuntariamente recuerda a otras niñas y esa mediumnidad infantil me excluye.

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