"La verdad es que la mayoría de las mujeres son débiles, ya sean mortales o inmortales. Pero cuando son fuertes, son absolutamente imprevisibles". (Anne Rice)
Wednesday, July 7, 2010
Como el caballo
Mi abuelo por parte de madre, un caballero demasiado caballeroso en un mundo que comenzaba a ponerse violento, tenía ─como rasgo perturbador en su férreo sistema de buenas maneras y amabilidad naturalísima─ la manía de sacar conclusiones amargas con la sonrisa más franca que un ser humano podía regalar a finales del Siglo XX (ahora saco cuentas que no llegó a conocer el Apocalipsis). Su dentadura era completamente suya, parchada con esquinas de oro y calzaduras menos glamorosas, está bien, pero aquellos dientes eran suyos y los exhibía con lógico orgullo.
¿Qué había, entonces, detrás de sus síntesis agridulces? Un aprendizaje, sin duda. Vivir se trataba de aprender a resignarse y ser feliz. No “resignarse y a pesar de todo ser feliz”; sino, diría él: “resignarse para ser feliz”. Por supuesto, eso se aprende mejor cruzando la séptima década, sencillamente porque conocer prematuramente algunas cosas de la vida tiene mucho de monstruoso (y tramposo). (Así, no es justo decir: “si yo volviera a nacer”, “si lo hubiera sabido antes”, “a mí no me vuelven a embaucar”. No es justo porque el juego se trata de no saber y aventurarse y aprender).
Sergio se llamaba mi abuelo y solía contar la anécdota de un campesino y su caballo. El hombre era pobre o tacaño o quizás flojo ─no recuerdo este detalle, lo cual es una pena, se me hace que ese motivo tuerce un poco la intención ética del microcuento─, jamás le daba de comer a su caballo, el que trabajaba como un burro en la aridez del terreno. Pasó mucho tiempo y un día un vecino lo encontró caminando solo por el campo. “¿Qué ha sido de su caballo?”, preguntó curioso. “Pues fíjese”, contestó sinceramente apenado el hombre, “mi caballo se murió justo cuando estaba aprendiendo a vivir sin comer, ¿no es una maldita ironía?”.
Yo era mañosa y mi abuelo contaba el relato durante los almuerzos para llenarme de culpabilidad. Decía que a mí me iba a pasar lo del caballo.
Eso no me preocupaba entonces; pero ahora sí. La comida no es el problema, creo, sino la literatura, ese alimento complicado con el que decidí nutrir mi existencia.
Escribo. He escrito con dedicación todo el verano. Estoy al borde de una tendinitis, pero esto solo agrava el asunto del lenguaje. Qué problemático es el lenguaje, qué terrible y hermoso, qué íntimo e inhumano. Indomable hasta la desesperación.
Leo a Claire Keegan y la odio. La odio amorosamente por arriesgada, por tierna, por original y anacrónica. Me entra el temor de nunca poder estar a la altura de mis sueños, de ser como el caballo y morirme tercamente durante el aprendizaje.
Pero, ¿de qué otro modo podría ser? Moriré, sí, moriré como el caballo, cuando por fin esté aprendiendo a escribir.
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Giovanna:
ReplyDeleteEstimo que tu aprendizaje ya cuenta con el mérito de conferirte inmortalidad. Sé que la idea no satisfaría el anhelo de trascendencia del gran Unamuno; sin embargo, intuyendo predilecciones por esta dimensión artística, quizá baste una consecuencia como ésa entre quienes gozan merced a tus creaciones.
Un saludo caído del tiempo.
Enrique
Gracias por las palabras, Enrique. Y es cierto, lo mejor de todo es aprender. Ahí está la pulpa.
ReplyDeleteUn abrazo.
...y también es cierto, Gio, que se hace camino al andar, ¿no? aunque seguro esas ansias, también aumentan aún más el placer
ReplyDeleteun abrazo
Anabel
Exacto, Anabel querida, el andar hace camino. La lit. exige ese tipo de acciones que crean una realidad, como amar, que convierte a alguien, un extraño, en un ser amado.
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