Wednesday, July 28, 2010

Mudanza


Nos hemos mudado de departamento. Tarea infernal. Los amigos envían correos compadeciéndose, algunos contentísimos de estar lejos. “Lo bueno de esto”, ha dicho uno, “es que aparecen las cosas perdidas”. Y es cierto, aparecen las cosas perdidas, aunque no sé si esa aparición fantasmática sea del todo buena…

De un libro salta una carta fechada en 2006. La carta me enternece, me remonta, me duele. Miro la letra flaca y, como en las telenovelas mexicanas, el pasado llega como un vendaval. Guardo pocas cartas, no solo porque el correo electrónico fue tomando con los años el lugar afectivo del papel, sino porque siempre le he temido al fetichismo del pasado, creyendo –inmadura y ansiosa─ que deshaciéndome de las coartadas –las fotografías, los lugares, las servilletas escritas, los anillos─, quedaba libre. Por supuesto, eso es, para decirlo lo más enfáticamente posible, una “gilipollez”. De ese modo solo me expongo a este tipo de asaltos, una carta que brinca con el resorte de la sorpresa desde lo más profundo de la clandestinidad personal.

Otra cosa es cuando el pasado mismo se encoge y, así, ovillado, intenta desaparecer. Pienso en un precioso libro de Betina Gonzalez, Arte menor, que con la elegancia de las historias familiares contadas con amor seduce al lector y lo lleva como copiloto en ese viaje hacia lo desconocido, en busca del padre pródigo, el padre-artista-frustrado cuya herencia fundamental consiste en una revelación, una enseñanza de vida: También la frustración es parte del arte, y un artista sin éxito es, quizás, secretamente más auténtico y trascendental que aquel que ha recibido la caricia de su tiempo. Además, Arte menor nos acerca a los beneficios y daños colaterales de los hijos de los artistas frustrados, en cuya semilla comienza a desarrollarse una genealogía diferente, una especie rara y conmovedora, un cachorro de artista que seguramente al aproximarse al arte, si lo hace, si llega a hacerlo, lo hará con el respeto, la fascinación, pero también la irreverencia, de un niño salvaje frente al fuego.

En fin, mudarse es como todo, recuperar y perder, recordar y olvidar, intentar un nuevo comienzo, sufriente sempiterna del Síndrome de Ulises, apenas consolada porque en este preciso momento me entero por la tele que la sociedad civil, ese monstruo abstracto y sudoroso, ha conseguido bloquear ciertas secciones de la Ley de Arizona y esto me alegra, mierda, me alegra. Yo soy parte de ese monstruo.

Llaman por teléfono del viejo departamento, manchas en la alfombra, un vidrio roto, ¿niños?, ¿mascotas? Ah, pero no saben que tengo a mano el librito amarillo de Zambra, Mudanza, y respondo: “que se queden con el catre y las revistas si es preciso, que acomoden como puedan ese bulto en el camino, que repasen con cuidado los pecados y las cuentas, sólo faltan las baldosas y los postres y las firmas, cada tanto los humores sincronizan y se olvida que ella viaja largas horas y no llega y eso es todo…”.

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