"La verdad es que la mayoría de las mujeres son débiles, ya sean mortales o inmortales. Pero cuando son fuertes, son absolutamente imprevisibles". (Anne Rice)
Tuesday, May 4, 2010
Los motivos de Darwin
El verano en las pequeñas ciudades universitarias de Estados Unidos tiene, en el fondo, algo triste. Es así. Podría ser como en las películas: sol, chicas en bikinis lavando autos “aparcados” en la calle sin el rigor de ningún parquímetro, chicos musculosos con demasiados planes, todos de cacería, eligiendo, salivantes, el mejor ejemplar, la vida como un barroco tropical, sin espacio para el arrepentimiento; pero no es así. No del todo. Al final del semestre estas ciudades diseñadas para estudiar como obsesos se vacían. Y entonces los extranjeros que nos quedamos comenzamos a entablar una relación afectivo-espacial diferente. Sobreviene una noción aplastante del experimento infinito que significa vivir en un lugar que no es tu patria, de entregarle tus horas y minutos a ese lugar.
Esta mañana me quedé mirando a un pájaro carpintero aplicadísimo sobre una corteza que chispeaba en astillas ante sus arremetidas. “Eso es tener un sentido en la vida”, me dije, “eso es estar verdaderamente enfocado”. El pájaro no me miró para agradecerme el cumplido.
En el verano, sin embargo, en ese hermoso mar de tedio artificial e incalculables grados Fahrenheit, uno hace sus mejores descubrimientos.
Acabo de leer un ensayo del brillantísimo Adam Gopnik: “La reescritura de la naturaleza: Darwin novelista”. Gopnik describe al mítico naturalista inglés como un científico profundamente consciente de que entre sus principales responsabilidades científicas figuraba la de saber comunicar por escrito los enigmas conmovedores del mundo visible y, sin embargo, invisible. Siendo Charles Darwin un respetable caballero victoriano, no podía darse el lujo de entrar a patadas en los recintos del conocimiento y la fe diciendo cosas horribles como “he descubierto que en la familia tenemos seres con mucho pelo”, o lo que es más: “he descubierto que esas criaturas constituyen nuestro origen, la preexistencia a la que se refería Platón”.
Darwin, revela Gopnik, estaba obligado a elaborar una narrativa que no sólo revelara una verdad tan revolucionaria como la de Galileo Galilei, sino que también hiciera sentir al lector que esa verdad había estado siempre ahí, respirando naturalmente, que no implicaba una herida asquerosa en la dignidad humana, y que sólo había que prestar un poco de atención para apreciar la contundente lógica que la sostenía.
¿Qué estrategias narrativas o retóricas utilizó Darwin para compartir los resultados de toda una vida de observación de las especies? La tragedia griega no le servía de mucho, ya que lo que intentaba era precisamente eliminar de la linealidad azarosa de la vida la intervención soberbia y caprichosa de cualquier Deus ex Machina. Tampoco le servían las fábulas fantástica o gótica saturadas de metáforas y analogías que persiguen equivalencias entre el reino de los vivos y las necrosis y sus mundos derivados. De hecho, me atrevo yo, Darwin era una especie de anticipación de Raymond Carver, un tipo que renuncia a las metáforas ornamentales, más que por una decisión estética, por una cuestión ética: la realidad es cruda y su crudeza es lo mejor que alguien te pueda entregar.
Es así, cuenta Gopnik, como Darwin decidió comenzar El origen de las especies describiendo las técnicas que los criadores de palomas (y también de perros) utilizan para manipular sus conductas, ya cruzándolos, ya modificando sus estímulos externos. Al cabo de un tiempo, esas especies manifiestan significativas variantes. Y he ahí que brilla la tesis darwiniana: si esto es posible con la pequeña intervención humana en tiempos cortos, imaginemos lo que puede hacer en longitudes inconmensurables la crianza sostenida de la naturaleza. La mínima historia de una paloma encierra el gran relato épico de la especie humana, sus luchas y contradicciones.
Darwin pone al mismo nivel al criador y al científico, con la misma elegancia con que intenta “derribar la creencia sin lastimar al creyente”. Y es que a la creyente que más cuidaba era a su esposa Emma, cuyo dolor por la temprana muerte de su hija Annie (10) sólo era soportable desde los dogmas de la fe. Darwin admite, entonces, que si bien el hombre puede reconocer los eslabones biológicos, todavía queda una dimensión no susceptible de empirismo: la zona del amor y la pérdida, los modos de la supervivencia.
Adam Gopnik es profundamente acertado cuando transcribe esta anotación del diario de Darwin respecto a la hija muerta: “Debe haber sabido cuánto la amábamos, y sin duda podría haber adivinado aun ahora cuán profunda y tiernamente la seguimos amando”.
Darwin no eligió, como lo haría Anne Rice, la ficción pura para sublimar el asombro ante la muerte que arrebata el cuerpo-niño de la hija. Eligió la ciencia, su rigor. Pero aun en medio de ese universo fáctico supo respetar el fascinante misterio que, según Gopnik, entraña “el espacio entre el breve, pero hondamente sentido, tiempo de la vida humana y el tiempo sin límite de la naturaleza”. ¿Qué, si no, insinúa esa esperanzada especulación: “podría haber adivinado aun ahora”? “Aun ahora”, más allá, a través de todas las fronteras.
(foto: Charles Darwin y la pequeña Annie)
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Dejemos la tragedia griega para Freud, o el argumento de Deus ex machina para algunos escritores de ciencia ficción.
ReplyDeleteCuando leí las historias del Beagle del señor Darwin, me imagine a Darwin changuito conociendo otros mundos, creo que así no le tuve tanto miedo a la ciencia. Las metáforas ornamentales solo anestecian, son un sentido elegante para tapar la cicatriz, donde mas duele, no sabía que Darwin perdió una hija. La escencia humana no esta muy lejos del estado animal.
Gracias por tu post me abrio muchas puertas. A veces no se que hacer con las palabras.
Buena estadía en donde estes
Gracias! Sí, es cierto. La exploración comienza siempre con el viaje interior.
ReplyDeleteUn beso.