Thursday, August 26, 2010

Mis rincones oscuros


Girl interrupted, es como me siento. No solo por el abrumador comienzo del semestre universitario o por la puntualidad sajona del clima (en plena retirada el verano ha recrudecido en su humedad y anuncia un otoño hermoso y amarillo), sino especialmente porque los días de ficción quedan atrás. Ahora habrá que trampearle minutos a la agenda académica para no dañar los finales de las historias. Tanto de las que van escribiéndose, de golpe o en fragmentos aislados y algo epilépticos, como de las que leo anárquicamente, por rebelde oposición a la palabra “bibliografía”.

Tengo, por ejemplo, un libro acechando en el velador. Mis rincones oscuros, de James Ellroy. No lo he terminado, y creo que no deseo hacerlo, la terrible intimidad autobiográfica de la voz narrativa constituye un ecosistema que todavía no quiero clausurar, por sincero, por arriesgado, por parecerse a una verdad. El dolor juvenil del protagonista recuerda a Bukowski; también en esta novela se narra la predecible senda del perdedor, marcada a fuego por la violencia. En el caso de Ellroy, esa violencia es, antes que rizomática (como sucede en Bukowski), un coágulo concéntrico. Obsesionado por el asesinato de su madre, el protagonista intenta distraer las energías de su juventud con experiencias extremas dignas del mejor file disfuncional: drogas duras, robo menor, sexo azaroso y objetivo, cárcel y una práctica hilarante del nazismo (¿no se trataba acaso de un “escritorcito blanco perpetrando todo el tiempo una novela negra”?).

Sin embargo, en la adultez, Elrroy hijo no puede seguir escapando del fantasma de la madre arrebatada; la extraña, la repudia y la desea. El amor, en cambio, es algo que debe conquistar. Con ese objetivo, el protagonista se entrega a una despiadada búsqueda de esa madre muerta. Necesita amarla, superar el deseo, y para ello tendrá que conocerla mejor. Mis rincones oscuros es la crónica de ese desmontaje del pasado y la reflexión metaliteraria de cómo el James Ellroy verdadero –si es que hay un escritor que pueda atribuirse esa categoría- escribió novela tras novela en un trabajo de acercamiento a su más monstruosa obsesión.

En ese “trabajo del sueño” a través de la letra, Ellroy alegoriza su propia fijación, como no podría ser de otra manera en una poderosa novela noir, con un detective sensible y oscuro. Del mismo modo que Ellroy hijo acumula encuentros sexuales con mujeres que no ama intentando catalizar su sed por la “pelirroja del pezón mutilado”, su endurecido detective de Los Angeles colecciona muertas, las guarda en su memoria y acaricia sus facciones y el modo en que estas se apropiaron del rigor mortis durante su paso de la carne vital a ese estadio casi límbico en que él las recibe y posee definitivamente. Su favorita es la Dalia Negra, una adolescente que hoy podríamos reconocer como una variante del “emo”, una chica alocada de Massachussets siempre vestida de negro que pretendía ser mala y que pagó caro el juego del gato y el ratón que establecía con hombres demasiado brutos.

Leyendo a Ellroy pienso también en Bolaño en 2666, en la sumatoria atroz de las mujeres de ciudad Juárez, etiquetadas con un número postmortem en los archivos inútiles de la Policía. Bolaño nos “copia” esos registros sin añadir otra emoción porque la descripción del método de la muerte es lo suficientemente eficaz. Y esa es la diferencia, Bolaño usa la técnica Ellroy encaramando muerta sobre muerta para que el concepto de la muerte sea asfixiantemente femenino,vaginal, pero lo modifica y lo desnuda ya que, con orgullosa humildad, sabe que no puede comprender algunas cosas de la semilla cultural de ese infierno; comprender, por ejemplo, los motivos enloquecidos de un asesino.

Toda la obra de Ellroy, en contrapartida, es una búsqueda casi tierna de la madre violada, deseada y asesinada, pero también de los motivos del asesino.

(Foto: Elizabeth Short, la Dalia Negra)

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