Thursday, August 13, 2009

Lecturas primarias


Anoche terminamos la primera fase del taller de escritura. Tuve que tomarme un par de copas de un delicioso vino fucsia auspiciado por Marthita para animarme a leer lo mío. El texto está todavía muy cercano y si piso zonas sensibles puede estallarme una mina unipersonal en la cara. Jessica se llevó el pequeño manuscrito y le agradezco habérmelo pedido, es un modo de abrazar la intimidad de otra.

Hablamos de influencias, de resistencias, de rechazos.

En casa, me puse a pensar en clave de rizoma. ¿Cuál es la voz que me susurra cuando escribo? Siempre he dicho que, quizás de manera involuntaria, la biblioteca de velador de mi abuelo (libros apilados junto a un vaso de agua en el que flotaban sus dientes como un maravilloso submarino) definió en gran parte mi estética. Gran coleccionista de Playboy, abuelito podía también alternar la prohibida lectura de la siesta con novelas de pistoleros en edición de bolsillo o con El Tony, D’Artagnan o Magnum. Sin embargo, si no me hago la cool, si soy honesta, debería decir que recuerdo con total nitidez la mañana en que, a los nueve años, debí quedarme en casa porque acababa de manifestarse una nefritis que me jodería el resto del año escolar.

Abuelito me pasó Heidi, de una tal Johanna Spiry y, de algún modo, me escapé de la cama, de la hamaca, de mi cuarto, superé el encierro. Viajé.

Ese año leí como loca. Abuelito tuvo que celebrar muchos casamientos en su Registro Civil para poder financiarme los canjes en la revistería.

Debe haber una Heidi en mí, una chica valiente y temblorosa, pues todavía pienso en ella y en su forzada mudanza a la ciudad, en su capacidad para cultivar amistades profundas (algo que la modernidad ha puesto en crisis), me conmueve el chasco que se lleva cuando descubre que los “panecillos” suizos son ahora piedras en el bolsillo del abrigo. (Un asco, pero hace poco encontré fosilizado y mohoso, si eso es posible, un pedazo de pan con mantequilla que recuerdo haberme llevado de merienda en mi mochila el 7 de septiembre del año pasado).

El punto es que quizás mi educación sentimental-literaria es más cursi de lo que me atrevo a aceptar. O quizás no. Quizás sea simplemente accidentada, caótica, algo enferma.

El punto es que antes, antes, antes de El último tango en París forrado con papel madera y una etiqueta que decía “Religión y Ética”, antes de Nippur de Lagash y La última canalla, estuvo Heidi, la pequeña aventurera de los Alpes.

Pensé bastante en ella anoche, en las chapas coloradas de las mejillas, como si fuera una chica de El Alto, en la afectividad tan descarnada con la que enfrentaba el mundo, en su infancia absoluta, y pensé que (también) las primeras primerísimas primarias lecturas ―esas que titubean, cuando se aprende a leer y todo es nuevo y la oscuridad es la gran pantalla― forman parte de la educación sentimental de un escritor.

Heidi no es dark, es luminosa, incluso cuando se esconde en el ropero y desde allí observa el mezquino mundo de los adultos. Como a Clara, la inválida, Heidi me acompañó en la larga convalescencia.

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