Monday, August 31, 2009

In a bad mood


I´m in a bad mood. Escucho algo de Regina Spektor para superar esta bilis negra. Pero me rindo. A veces hay que rendirse, dejar que los tentáculos del sinsentido trituren esa última lucha en contra de la angustia. Abrazar la angustia.

Por supuesto, como buena vampira, las cosas mejorarán al ponerse el sol. La noche siempre trae algo de alivio.

Tengo motivos válidos para estar así, y abusando un poco de la intimidad algo cínica que permite el blog, mencionaré los más livianos.

1. Kika, la gata, murió envenenada. Estaba preñada y este dato me jode. Es una bofetada al instinto de supervivencia, un breve mensaje de la fragilidad.

2. El aire acondicionado me ha dado en la espalda todo el día. Una nimiedad que, sin embargo, me conduce al horrible pensamiento de que esta versión orgánica de los seres humanos prefiere mil veces desconectarse de la naturaleza, establecer un clima artificial para creer que la darwiniana supremacía del hombre sobre cualquier escala genética todavía está vigente. La gripe A, en ese sentido, puede ser sólo una sonrisa misericordiosa. Bla, bla, bla…

3. Al regresar de visitar a mis padres en Montero, me topé con que la empleada se había marchado llevándose el equipo de sonido de Alejandro, los sustanciosos ahorros de Irene, mi sostén favorito y mi set de manicure (ella es peluquera pero la crisis la obligó a buscar otro rubro). Un robo exquisito. “Salió barato”, me consuela mi hermano. Y es cierto, pero esa porción de confianza que se les quita a los chicos es irrecuperable. Tardaron en dormir, heridos por cosas que sospechan ya no pertenecen exclusivamente al “mundo exterior”.

No hay “mundo exterior”.

Sin embargo, en medio de todo, curiosamente el hecho me acerca a ese hermoso sentimiento de orfandad que seguramente sintió Tardewski, personaje de Ricardo Piglia (Respiración artificial) inspirado en Witold Wrombowicz (filósofo de sangre noble a quien un grupo de jóvenes literatos de la provincia de Entre Ríos tradujo del polaco al español, ellos sin saber polaco, Grombowicz tuti en español). Un día del año 1940, Tardewski llega a su cuarto de pensión y descubre que le han robado todo: la valija, un abrigo y los seis tomos de la primera edición de Kafka. Esa mañana, en un diario local, una entusiasta joven ha publicado la traducción del ensayo de Tardewski que vincula el nazismo con el núcleo kafkiano: el fracaso, la profunda desolación. Porque, ¿acaso lo patético no tiene la misma etimología del “pathos”: la pasión, la enfermedad?

Tardewski no puede leer su propio ensayo porque no conoce la lengua. Y así, sin plata, sin abrigo y sin idioma propio, el filósofo polaco encuentra en el despojo una tentadora aproximación a lo trascendental.

Ya sé que lo mío es, como dije, una nimiedad, pero qué se le va a hacer; esto es lo que la urbana contemporaneidad ofrece como inolvidable experiencia del dolor.

Friday, August 28, 2009

Thursday, August 27, 2009

Hansel y Gretel


Hace algunos años, ¿ocho?, quizás un poco más, pues Irene todavía chupaba teta y nuestro ritual nocturno comenzaba a las diez de la noche, yo con la mano izquierda sosteniendo la cabecita sudorosa y trabajadora, con la derecha alternando entre un libro y un poro de mate dulce, ella con los puñitos egoístas en la sienes, devorábamos libros raros. Me gustaba leer en voz alta, y no precisamente cuentos para chicos, sino más bien, cuentos para grandes.

Cuentos de horror.

O, mejor dicho, cuentos terribles.

Una historia que recordaré siempre con nitidez y fascinación es la nouvelle del escritor francés Claude Louis-Combet, Hiere, zarza negra. La había comprado instintivamente y con ese mismo espíritu la leía.

Claude Louis-Combet narra la vida, o una parte de ella, del poeta austriaco George Trakl, nacido en 1887, bajo el signo de acuario, y muerto por propia decisión el 3 de noviembre de 1914.

El relato comienza con una escena poderosa y hermosamente traumática: un niño mira de cerca el pubis infantil de su hermana. Esta imagen será el corazón de su existencia y de sus búsquedas erráticas. Se convertirá en farmacéutico, profesión que sólo lo acercará aun más a la muerte, ya que, desde su trabajo en "El ángel blanco", farmacia donde se expendía legalmente distintos alucinógenos, su dependencia de la cocaína lo reclutará en el laberinto de una psiquis maravillosa y atormentada, una psiquis que cautivó a monstruos como Wittgenstein y Rainer María Rilke.

Su hermana Gretl, la del pubis angelical, se casa pronto pero se divorcia más rápido, se provoca un aborto y, de alguna manera, se resigna a esa especie de maldición que es el incesto. Trakl parte a la batalla de Grodek en 1914 (Primera Guerra Mundial) y regresa devastado. Se suicida ese mismo año. Gretl se suicida tres años después.

Claude Louis-Combet se aproxima a esta tragedia de la vida real con delicadeza, respeto y pasión, quizás porque ―como él mismo ha mencionado―, enamorado de su madre, su propia existencia, la de Louis-Combet, ha estado marcada por la culpa. Es la culpa, quizás más que el amor, su gran motor creativo.

Un poco después, 2003 probablemente, vi la producción mexicana Aro Tolbukhin, en la mente de un asesino, de Félix Piñuela. Una imagen tremendamente poética de esa cinta conecta la infancia de Tolbukhin con la de George Trakl. Como Trakl, Tolbukhin tenía una hermana, su gemela Selma, con quien cometía incesto en los huecos de los viejos árboles. En su fiesta de quince años, la chispa de una vela convierte el vestido de tul de Selma en una zarza ardiente. En la pantalla, el fuego y el sonido dulcísimo de unos cascabeles húngaros y una adolescente despeñándose por las escaleras.

Le leía estos cuentos terribles y maravillosos a mi hija y de vez en cuando ella abría los ojos negrísimos y nos reconocíamos.

Sunday, August 23, 2009

Servidumbre


Esto es el infierno, dijo Claudia. Atravesábamos la sala de juegos electrónicos, donde el enorme zumbido de una gigantesca abeja asesina -volvamos a la saga de bichos biónicos que se puso de moda en los ochenta- nos elevaba el stress a niveles atómicos. Zafamos pronto. La manía que tenemos de entrar a las cosas por sus costados, tanto en lo simbólico como en lo real, no siempre es la mejor. Deberíamos ser frontales, le dije, mientras comprábamos las entradas, mezcladas entre adolescentes hermosos. ¿Más frontales?, sonrió Clau.

Ya cuando apagan la luz y comienza el otro mundo, todos los sufrimientos sociofóbicos se justifican. La vida comienza de nuevo en la pantalla. Hoy, alguien va a contarte algo y vos sólo tenés que abrir bien los ojos.

Vimos Gigante, de Adrián Biniez.

Un tipo sólido como un costal de papas trabaja controlando al personal de un supermercado a través de una central de pantallas. Voyeur sin voluntad al comienzo, obsesivo desbordado al final, el hiperbólico bicho es, además de melómano rockero, profundamente melancólico. Imposible no simpatizar con sus torpezas y su soledad de tipo gordo.

De poco diálogo, esta producción uruguaya pinta a sus personajes a través de sus acciones mínimas, de la rutina super tediosa de la vida del obrero cuyo ritmo biológico obedece al pitido de una sirena fabril. No sé si funciona la hipótesis de que la cinematografía uruguaya y gran parte de esa literatura tienen tradición en el relato del trabajador nocturno, ése que ve el otro lado del glamour urbano, ése que ejecuta el lado más oscuro de la producción en serie. Pues bien, esta peli se inscribe en esa tradición. Aquí se percibe el regusto por contar la intimidad descolorida, pero de pronto imprevisible, de los sujetos que de tan anónimos son todos clisés. Una población de clisés, como un pueblo concebido por un Stephen King en baja resolución.

Este coloso, que bien podría trabajar de sumo en cualquier ring japonés, se enamora de una chica del personal de limpieza a la que ve siempre desde el mismo ángulo. La cámara foucaltiana registra idénticas acciones: tomar objetos (yogur, leche, tornillos, audífonos), ordenarlos, limpiar el piso, en ocasiones robar; un ritual que no consigue del todo despersonalizar a la chica observada precisamente porque, detrás de todos esos lentes, persiste aún una mirada. Si te miran, estás salvada. Por supuesto, entre el gigante y la chica hay un montón de mediaciones y soledades. No cuento el final porque mala leche no soy.

Insisto, y quizás estén de acuerdo conmigo, en la idea de que Uruguay tiene tiempo en la exploración de una veta literaria marcada por la confluencia personaje obrero-soledad urbana. Por ejemplo, el tema del sindicalismo, de las poblaciones viejas, del impacto de los modelos políticos en la clase media baja son de alta frecuencia. En especial, me llama la atención el énfasis en el trabajador nocturno, una bifurcación bizarra del detective, un investigador accidental. En ese sentido, esta movie dialoga mucho con la narrativa del escritor uruguayo Henry Trujillo que, tanto en El Vigilante, Torquator (llevada al cine bajo el título “La persecución”) como en Ojos de caballo, muestra a la sociedad que vive de noche, esa especie (des)compuesta por vampiros posmodernos alimentándose de las sustancias residuales de un mundo que de día brilla en el consumo de un objeto revestido de discurso y de noche, desnudo ya ese objeto, revela a sus verdaderos siervos.

Debe ser por eso que los destellos cegadores de los pisos de supermercados siempre me han llenado de angustia. Pues, como dice "la nana" (peli de la que quizás postee algo después), "el hecho de que se vean limpios no significa que estén limpios".

Tuesday, August 18, 2009

Rastro Beatnik


Llovía persistente. Si estabas triste esa lluvia te hería. Pero no era mi caso. Quería caminar por El Rastro y comprar camisetas coloridas a un euro. Estábamos ahí juntos, Juan Terranova, Andrea Jeftanovic, Patricio Pron, Antonio Morato y Giselle Etcheverry, la novia de Pron, dispuestos a descubrir secretos.

Por un momento, debido a las bajadas y subidas de aquellos callejones barrocos, tuve un déjà vu y aluciné que estábamos en La Paz, en la Sagárnaga, y que mis amigos, de pronto entrañables, tenían la facultad también entrañable de despojarse de la mirada de turista ―esa mirada boba que escanea las cosas, sin un ápice de curiosidad, más por un automatismo de visitante en exótico safari que por una honesta actitud de pregunta. Mis amigos, en cambio, se apoderaban de la tierra que pisaban como un piel roja del árbol que decide encarnar.

“Hay que viajar con el ajayu”, me dijo una vez un amigo que entiende de esos otros niveles. Yo sumé esa máxima a una recomendación de mi abuela: “Hay que llamarse tres veces para que el alma no se quede en ningún lugar”. Mi alma, mientras tanto, deambulaba chocha y sin cencerro por entre la onda morisca de ese shopping del vulgo.

En los colgadores de ropa de segunda mano, Juan descubrió una polera con un Syd Barret jardinero. Syd Barret cultivando margaritas.

Andrea compró un maletín con cierre invisible en la base, como los que usaban los espías para transportar objetos prohibidos, documentos, libros únicos.

Mi descubrimiento fue tímido. Pero la joya comenzó a brillar a medida que la deshojaba. Era un librito viejo, de bolsillo, empastado en verde retoño. Una antología bilingüe ―texto original a la izquierda, traducción a la derecha―de los poetas de la “Beat Generation”. 15 euros. ¡Quince euros, joder! Las miradas de mis amigos codificaban claramente la siguiente sentencia: “sos tonta del culo si no te llevás la joya”.

Imaginé en tres segundos las posibilidades de volver a toparme con el librito en Santa Cruz y vi que la aguja en mi tablero mental bajaba en picada. Estaban Allen Ginsberg, Kerouac, Gregory Corso, Philip Lamantia, Lawrence Felinghetti. Genialidad e intensidad en dos idiomas. 15 euros era un puto chiste.

Todavía nos mojamos más camino a la estación Tirso de Molina, pero yo iba feliz con el librito en el pecho, a la altura de mi corazón.

Luz que irradia otras lecturas. Julio Barriga es un beat boliviano. Julio Barriga escribe hermosos salmos. No sería extraño que, por un descuido o una licencia poética de Cronos, Julio Barriga figurara en el librito.

Quiero decir que ese librito es como un genoma. Pero necesito pensar más y mejor. Y después escribir.

Cada vez que abro el librito no me llamo, no me digo “giovanna, giovanna, giovanna”, como recomendaba mi abuela, pues en realidad quisiera que mi ajayu sea digna de habitar esos parques oscuros de Ginsberg, de quedarse for ever and ever ahí.

Considerando que esto es un post y que debo irme ya, los dejo con este miniextracto de Credo y técnica de la prosa moderna, que Jack Kerouac escribió durante la primavera gringa de 1959.

• Procura estar poseído por una ingenua santidad de espíritu.
• No te emborraches fuera de casa.
• Lo que sientas encontrará por sí solo su estilo.
• Dedica más tiempo a la poesía, pero sólo a lo que es en esencia.
• Cree en las santas apariencias de la vida.
• Traduce constantemente la historia real del mundo a monólogo interior.
• Sé como Proust, un fanático del tiempo.
• Escribe para que todo el mundo sepa cómo piensas.
• Escribe para ti mismo, recogido, asombrado.
• Dirígete desde el centro a la orilla, nada en el mar del lenguaje.
• Acoge todo signo, ábrete, escucha.
• Acepta perderlo todo.

Eso, acepta perderlo todo. Cambio y fuera. Chau.

Saturday, August 15, 2009

Sábado


Los fines de semana me dan pánico. Esa suspensión del cotidiano cuando las redes de amigos y familia muestran su consistencia o su ausencia, su fragilidad, y tu condición de sujeto, tu unidad existencial, se superdimensiona, como si acabaras de entrar al castillo del terror lleno de espejos deformantes.

Comprendo a Vila-Matas en esa especie de obsesión por los hijos sin hijos. Los hijos que insisten y persisten en la cómoda jerarquía del “protegido”, el que todavía come de la olla grande, el que succiona la sangre patrilineal para vivir su vida de eterno adolescente, el que reniega del tácito compromiso genético con una raza que promete pocas cosas. Lo comprendo, digo, pues es durante los fines de semana cuando compruebo que mi estatus de hija tambalea. Estoy justo en ese pico en que el amor-odio del hijo púber y el hartazgo generacional de los padres maduros me ubican en un desierto donde, de vez en cuando, puedo distinguir a la hija sin hijos que fui yo. Un espejismo.

Pienso en Niño, el personaje alter ego de Vila-Matas. Niño tiene sesenta años y necesita dinero. El padre, de ochenta y cinco, debe conseguirlo. ¿Paródico? No; real, humano, quizás involutivo, pero de todas maneras conmovedor. “Crece, Niño”, suplica el octogenario, inútilmente. Puedo apostar que Vila-Matas duerme en posición fetal. Yo duermo con los brazos sobre la cabeza y la pierna derecha flexionada. Quizás fui bailarina en mi anterior vida. Otro espejismo.

De acuerdo, hay algo patético en este post. Pero no puedo evitar pensar, cuando veo un adulto algo depresivo, perdiendo pelo o engordando de las caderas, que hubo un tiempo en que uno era uno, te debías a vos mismo, las contradicciones entre tus discursos y tus acciones las juzgaban tus amigos, no esa “nueva generación” que, sin embargo, lleva las células más íntimas de tus jóvenes ovarios. Ese, esa, a quien a pesar de todo amas y a través del cual te extiendes, egoísta y generosa, por sobre/entre/a través de la infinita longitunalidad de los tiempos.

(Foto: hija con hija)

Thursday, August 13, 2009

Lecturas primarias


Anoche terminamos la primera fase del taller de escritura. Tuve que tomarme un par de copas de un delicioso vino fucsia auspiciado por Marthita para animarme a leer lo mío. El texto está todavía muy cercano y si piso zonas sensibles puede estallarme una mina unipersonal en la cara. Jessica se llevó el pequeño manuscrito y le agradezco habérmelo pedido, es un modo de abrazar la intimidad de otra.

Hablamos de influencias, de resistencias, de rechazos.

En casa, me puse a pensar en clave de rizoma. ¿Cuál es la voz que me susurra cuando escribo? Siempre he dicho que, quizás de manera involuntaria, la biblioteca de velador de mi abuelo (libros apilados junto a un vaso de agua en el que flotaban sus dientes como un maravilloso submarino) definió en gran parte mi estética. Gran coleccionista de Playboy, abuelito podía también alternar la prohibida lectura de la siesta con novelas de pistoleros en edición de bolsillo o con El Tony, D’Artagnan o Magnum. Sin embargo, si no me hago la cool, si soy honesta, debería decir que recuerdo con total nitidez la mañana en que, a los nueve años, debí quedarme en casa porque acababa de manifestarse una nefritis que me jodería el resto del año escolar.

Abuelito me pasó Heidi, de una tal Johanna Spiry y, de algún modo, me escapé de la cama, de la hamaca, de mi cuarto, superé el encierro. Viajé.

Ese año leí como loca. Abuelito tuvo que celebrar muchos casamientos en su Registro Civil para poder financiarme los canjes en la revistería.

Debe haber una Heidi en mí, una chica valiente y temblorosa, pues todavía pienso en ella y en su forzada mudanza a la ciudad, en su capacidad para cultivar amistades profundas (algo que la modernidad ha puesto en crisis), me conmueve el chasco que se lleva cuando descubre que los “panecillos” suizos son ahora piedras en el bolsillo del abrigo. (Un asco, pero hace poco encontré fosilizado y mohoso, si eso es posible, un pedazo de pan con mantequilla que recuerdo haberme llevado de merienda en mi mochila el 7 de septiembre del año pasado).

El punto es que quizás mi educación sentimental-literaria es más cursi de lo que me atrevo a aceptar. O quizás no. Quizás sea simplemente accidentada, caótica, algo enferma.

El punto es que antes, antes, antes de El último tango en París forrado con papel madera y una etiqueta que decía “Religión y Ética”, antes de Nippur de Lagash y La última canalla, estuvo Heidi, la pequeña aventurera de los Alpes.

Pensé bastante en ella anoche, en las chapas coloradas de las mejillas, como si fuera una chica de El Alto, en la afectividad tan descarnada con la que enfrentaba el mundo, en su infancia absoluta, y pensé que (también) las primeras primerísimas primarias lecturas ―esas que titubean, cuando se aprende a leer y todo es nuevo y la oscuridad es la gran pantalla― forman parte de la educación sentimental de un escritor.

Heidi no es dark, es luminosa, incluso cuando se esconde en el ropero y desde allí observa el mezquino mundo de los adultos. Como a Clara, la inválida, Heidi me acompañó en la larga convalescencia.

Sunday, August 9, 2009

Sorojchi


Estoy en la feria del libro. El primer día sentí que tenía una bomba de tiempo en el casco de la mente, el sorojchi no daba tregua. Ayer estuve mejor y caminé cuesta arriba, con el corazón en la boca, literalmente, por la Sagárnaga, buscaba a alguien que me leyera mi destino en la coca, alguien que me dijera que toda la locura llega siempre a final feliz. (Prometo compartir la conversación coca-trance en otro post).

En la noche me puse a mirar stands y a "platicar" con algunos amigos. Estábamos con Gonzalo Lema conversando sobre el alma de los detectives cuando el apagón extendió sus tentáculos por todo el barrio. ¡Sì!!! ¡Se fue la luz durante media hora! ¿En qué stand, junto a qué libros te gustaría estar en este preciso momento?, le pregunté a Gonzalo, asumiendo que en todo buen lector se esconde un ladrón de circunstancias. La gente de La Hoguera nos acercó un par de vinitos y Lema me contó cosas que no sé si me contaría con la luz encendida. (Prometo jamás relatar eso. No soy presa fácil de la infidencia).

Quienes teníamos un panel en horario nocturno perdimos gente. La Feria tuvo que abrir sus puertas de emergencia para que el público saliera sin riesgo de desbande y cosas peores. Fue así como el panel de escritoras se quedó con los sobrevivientes, que me parece igual una bella metáfora del enorme trabajo que despliega la escritora y sus textos para poder participar de las maquinarias culturales en este y en cualquier país. Basta darle una ojeadita superficial a los periódicos y reseñas para saber en quiénes se pone el énfasis y de qué fantasmas están hechos los silencios y las omisiones (juro que escribiré algo al respecto).

Al cerrar el panel se me acercó uno de los sobrevivientes. Tenía un brillo especial en los ojos, no sé si de emoción -quizás pertenece a los pocos que me aman- o de ira: yo había dicho que me gustaba desfasar la realidad pura y dura con un gesto sobrenatural, todo en pos de la belleza. La mimesis realista absoluta me provoca profundos bostezos. El sobreviviente dijo que la belleza venía del día a día, de su contraste con la fealdad. Yo estuve de acuerdo. El sobreviviente dijo que cómo podía haber belleza en las cosas monstruosas, lo fantástico estaba lleno de aberraciones; decir que había belleza allí era casi un snobismo, un efectismo. Yo pensé en el "entusiasmo" del que habla Platón para referirse a la belleza como un llamado, una provocación para ser alguien distinto a uno mismo; una persona, espectro, figura, halo, capaz de enajenarte. Pensé, pero no pude articular una oración, de modo que dije algo subjetivo y nihilista: "lo monstruoso es la belleza castigada por su ambición de alcanzar extremos".

Esta noche tengo un panel sobre autoerotismo o amor imposible. Algunos amigos me dijeron, levemente escandalizados, ¿por qué aceptaste hablar de erotismo otra vez? Un par de respuestas: a)¿Por qué no? b)Es necesario, por otra parte, revisar la retórica del erotismo en un mundo donde el contacto físico pasa cada vez más por distintos filtros. Lo viral es sólo un aspecto. El skype es otro.

La Paz está soleada y hermosa, róger, y pueden suceder cosas buenas.

Tuesday, August 4, 2009

Trama-Trauma




Cuando desaparece el amor, aparece, en todo su esplendor, la persona. Quizás suene un poco patético lo que acabo de decir, quizás ya era hora de que me vaya dando cuenta. Hoy tuve esa visión mientras orinaba, meditabunda, contando los azulejos de la ducha. Mi reflejo cuadriculado no me pareció, sin embargo, patético, sino real, verdadero, desnudo.

No sé cuándo la idea del amor romántico comenzó a desvanecerse. Y no es que yo haya dejado de querer a nadie –por si hay gente que sale herida al leer el blog-, sino que he estado pensando –y aquí no encuentro otra definición para aproximarme a mis huidizos pensamientos sin sobresaltarlos como a conejos- de un modo esotérico. Pues bien, heme aquí, o allí, hace rato, en el inodoro, descubriendo que una vez más es necesario el desapego de lo que suponía eran mis deseos. Si los deseos estuvieron suplantándome durante varios años, por unos instantes, quién sabe con qué mañas cerebrales capaces de fundir el dorado sonido de la orina con el placer del vacío existencial, fui yo. Por unos instantes fui yo sin necesidad de amor.

Este delirio no es del todo accidental, aclaro. Es que estuve leyendo Trauma, una novela del británico Patrick Mc Grath (Londres 1950), que ubica su trama en la Nueva York apocalíptica de las “postorres”. No he terminado la novela por falta de tiempo y porque quiero degustarla, alternarla con cuentos breves que me den la sensación de relato de cuna para conciliar sueño. Trauma está a mil años de hacerme conciliar el sueño, Trauma hurga, precisamente, en lo doloroso que es el proceso de convertirse en persona.

También por esas extrañas sinapsis literario-neuronales, pensé en El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez, y en cómo cada proceso histórico ha ofrecido su propia red de dificultades, a veces más desafiantes que otras, para alcanzar la promesa de completud del amor de pareja. (La fiebre porcina tejerá lo suyo). En Trauma, el asunto del terrorismo involucra una desintegración tan profunda de la psiquis que es un trabajo de titanes volver a confiar, a sentir que es posible ser dos. Ser uno y ser dos, como un geminiano con buen karma.

Pero estoy lejos de ser el psiquiatra que protagoniza la novela de Mc Grath; me quedo, más bien, con la mención a un gusto compartido por ambos: a él y a mí nos parece que las novelas góticas del nuevo mapa urbano insisten con más fuerza en eso que Shelley fundó en su desesperado Frankenstein: el monstruo solitario.