Friday, October 30, 2009

Generación quemada


Estoy leyendo un libro que había interrumpido hace meses porque, aunque elegía los cuentos aleatoriamente, no conseguía dar con uno que no me entristeciera. Llegué a pensar que, al fin y al cabo, por muy posmoderno y anglosajón, el libro no dejaba de ser deprimente. Pero ahora que tomé unos días de vacaciones y puedo darme el lujo de alternar las emociones, volví al book, y -a la luz del hermoso prólogo-epílogo de Zadie Smith- presté atención a otros aspectos menos oscuros de los textos y en especial a aquellos que significan una ruptura en una antología fuertemente marcada por el realismo sucio.

Así llegué a “La rana de las nieves”, de Arthur Bradford, un cuento fantástico sobre un grupo de gente rara que encuentra su hogar en la granja de Grace. Grace es, precisamente, quien les enseña cómo convertirse en una incubadora humana capaz de mejorar las especies de la granja. A pesar de las novecientas mil metáforas que podemos despellejar de esta singular trama, me quedo de nuevo con ese tic norteamericano de querer encontrarle a cada quien su lugar en el mundo. Si eres un freak y estás muy solo podrías mudarte a una granja y gestar pollitos y ranas en la tibieza de tu esófago.

Claro que eso de tu lugar en el mundo, a diferencia del enorme exilio, la profunda angustia que se permiten otras tradiciones (globales), como la francesa o alemana, es un remedio casero que atenúa con compresas de fábula el verdadero dolor.

Es decir… No hay escapatoria… De todos modos el rictus amargo de una vida que finalmente es horrorosa se filtra en cada historia de Generación quemada, la antología de autores norteamericanos contemporáneos que publicó Siruela en el 2005. Con un poco menos de melancolía –sentimiento dulce de todas maneras, una expresión digna de la autolástima- y un poco más de optimista trama kantiana, habría podido ofrecerse un existencialismo más duro y menos protegido por ese noble sentimiento nacionalista (entendiendo, además, “nacionalismo” como el típico ensimismamiento norteamericano que ha sido también el motor de escrituras más extrovertidas y pragmáticas, como las de Don DeLillo y Philip Roth).

El cuento que inspira el título de la antología, “Encarnación de una generación quemada”, del maravilloso David Foster Wallace, es más breve de lo que esperaba (aunque no sé por qué esperaba un cuento más extenso). En tres páginas, Foster Wallace recrea un infierno doméstico. Un infierno infinito: al bebé se le ha volcado la olla hirviente, los padres lo colocan bajo el grifo del lavaplatos, gritan, pero el terror no les permite darse cuenta de que la primera acción debió haber consistido en quitarle el humeante pañal.

Después de leer el cuento quise suicidarme.

“¿Cuál es el trauma que los ha llevado a esa situación?”, se pregunta Zadie Smith refiriéndose a estos escritores “quemados”, y se contesta: “Dos cuestiones parecen fundamentales: el miedo a la muerte y la publicidad. Las dos, por supuesto, están íntimamente unidas. No existe la muerte en la publicidad, ya que es un tema tabú, y esta generación ha visto crecer la publicidad hasta convertirse en la estructura misma de la vida”. De modo que tienen que arreglárselas para parecer felices, infiero yo. O denunciar ese descomunal encargo, como lo hacen en sus textos.

Volveré a su lectura en otro momento. No sé cuándo. Cuando “esté lista”, como dicen ellos.

Monday, October 26, 2009

Buena estrella



Yo estaba a punto de casarme y necesitaba urgente un trabajo. Era, en realidad, mi primer trabajo “formal” (pues fui niñera ad honorem durante toda mi adolescencia). En ese momento no sabía la enormísima suerte que estaba atravesando mi vida al conocer a Edgar Lora Gumiel, un verdadero corazón valiente.

Mi trabajo, como todos los primeros trabajos con buena estrella, era un híbrido entre el secretariado, la recepción telefónica, la planificación y promoción de eventos culturales y la conversación entrañable con un jefe que se convertiría en el amigo más importante que haya podido tener.

Santa Cruz vivía la euforia de los noventa y “el profe” pudo poner a toda una generación a la altura de su momento. Era, sin duda, una época interesante. Podías ver con tus propios ojos cómo emergían los edificios, icebergs casi instantáneos en la pantalla de ese videogame que todavía no auguraba la violencia urbana actual.

Entonces el Pro se inventó el “Bicu Bicu”, el festival de teatro que anualmente organiza la UPSA y que se ha convertido en una importantísima plataforma para poner literalmente en escena las tendencias, escuelas, reformulaciones y premoniciones del teatro boliviano. Fue, sin duda, un invento acertadísimo, de esos que cambian el curso de la cultura de una sociedad, una especie de bombilla eléctrica.

Lo que me parece extraño, o mejor dicho me conmueve por su íntima contradicción, es que un hombre cuya debilidad no ha sido precisamente el ego, la persona menos histriónica que conozco, haya volcado tanta energía en la creación de un mecanismo que aplaude la representación en tiempo real de una ficción, o sea: el público, premeditado, ensayado y colectivo oficio de la mentira artística (¿me dejo entender? …ojalá). Lo que quiero decir quizás es que el Pro sea todo menos un actor, y sin embargo su profundo cariño por La Posibilidad, la posibilidad de que todo sea de una diferente manera, de que las cosas, las más brutales, se expliquen también desde la poesía, le permite el desap-ego y la canalización de la creatividad en un evento que es para otros.

Qué bueno que esta vez el turno de los aplausos le corresponda a él. Qué bueno que la UPSA le esté entregando este 27 de octubre un merecido reconocimiento como fundador del “Bicu Bicu”. Qué bueno. ¡Genial!

Por mi parte, busco entusiasmada un buen vino para brindar con él, como lo hemos hecho cada vez que un libro ha salido de imprenta, en esa nueva y fascinante etapa en la que él me inició: la edición de libros, el increíble trabajo en equipo (yo, ¿posmoderna individualista?) que es la edición de un book, algo que no lleva tu firma, pero que sin embargo, de una manera inesperada y generosa, también es tuyo.

Copio, para festejar, la primera y última estrofas del poema “Bicu Bicu”, de su autoría:

Trapecista de galaxias
péndulo de la eternidad
¿Quién detuvo tu vuelo
entre el suelo y el cielo?

Te fuiste poco a poco
bicubicu loco chico
en hilo al filo en vilo
acrobacia gracia desgracia
maroma de marioneta
mortal pirueta de olvido
vaivén saltimbanqui
títere filitriqui
y te dejé ir
¡tiquiminiqui!
arlequín de sueños

Wednesday, October 21, 2009

Últimos atardeceres en la Tierra


En los días de calor, en la casa de mi abuela, patio de ladrillos desiguales, con las patas subidas en lo alto de la hamaca, leía historietas de Robin Wood. Una saga que me maravillaba era la de Mark, el último sobreviviente de la hecatombe nuclear en un paisaje tristemente futurista plagado de mutantes. Los mutantes no eran felices y su misión colonizadora estaba basada en el “contagio” (por sangre), y si una pequeña parte del cuerpo era tomada por esa decadencia de la carne, la total y horrible transformación estaba garantizada.

Sin embargo, el mejor amigo de Mark, Hawk, era “semimutante”: el brazo negro no permitía que yo, la lectora, le entregara toda mi confianza, siempre estaba esperando una traición. Los mutantes acechaban en las montañas y las batallas eran un reguero de sangre contaminada. Pero Hawk era fiel y su lado humano siempre podía más.

Proyecto en mi pantalla mental algunas viñetas que permanecen con todo su color en mi imaginario (el google siempre ayuda, claro) y las pongo en contacto con la apasionante lectura de La carretera, de Cormac McCarthy, mismo autor de No Country for Old Men.

La devoré hace un par de semanas –en otro patio, en otra hamaca- y el electroshock de imágenes de una posible postcivilización todavía me perturba. Un padre y su hijo, de los pocos supervivientes de una catástrofe climática no necesariamente detallada en la narración, se dirigen hacia el Sur de Estados Unidos, donde quizás haya una salida.

La travesía, siguiendo un mapa de carreteras interestatales de un mundo fantasma, incluye la permanente amenaza de grupos de caníbales, cristalización perfecta de esa metáfora antes filosófica “el hombre es el lobo del hombre”. Pero la hambruna (admonición no del todo pedagógica con la que obligo a Irene a comer ensaladas) no consigue dominar los espíritus de estos dos entrañables personajes.

El amor y el instinto se agudizan, y el padre decide conservar la última bala de una pistola azarosa con la que el hijo, de darse el caso, deberá “salvarse”.

Agarró la mano del chico y le encajó la pistola. Coge esto, susurró. Cógela. El chico estaba aterrorizado. Le pasó un brazo por la cintura y lo abrazó. Su cuerpo tan flaco. No te asustes, dijo. Si te encuentran vas a tener que hacerlo. ¿Entiendes? Chsss… Nada de llorar. ¿Me oyes? Ya sabes cómo hacerlo. Te la metes en la boca y apuntas hacia arriba. Rápido y con decisión. ¿Lo has entendido?”
(…)
“Permanecieron tumbados a la escucha. ¿Eres capaz de hacerlo? Cuando llegue el momento no habrá momento que valga. El momento es ahora. Maldice a Dios y muere. ¿Y si la pistola no dispara? Tiene que disparar. ¿Y si no dispara? ¿Podrías aplastar ese cráneo amado con una piedra? ¿Existe dentro de ti un ser semejante del cual tú no sabes nada? ¿Es posible? Estréchalo entre sus brazos. Así. El ama es ágil. Atráelo hacia ti. Dale un beso. Rápido”.

Debería quedarme callada. Debería no intentar imaginarme ese desconocido himno apocalíptico que el chico esboza con los tonos de una flauta hecha de un tubo de cañería.

Pero de pronto, yo que he atravesado todas las crisis de edades: la de los nueve, la de los quince, la de los veinte, la de los treinta y ahora la de este largo preámbulo…, agradezco haber vivido mi primera juventud antes del año 2000, pues todavía pude sentir el último pulso de la ingenuidad, cuando era posible creer en el más Kitsch de los apocalipsis. Desde ese lugar leo esta novela. Es esta sensibilidad de “chica de los noventa” la que me obliga a ponerme de pie ante el himno amoroso que atraviesa la lluvia de cenizas, la nieve y todos los fósiles humanos que vamos dejando en el camino. Ahora que los apocalipsis están hechos de violencia callejera barata y la hambruna parece un dato exótico de UNICEF. Grande McCarthy.

Sunday, October 18, 2009

Interferencias



Mercurio debe estar retrógrado, dando pasitos a lo Michael Jackson sobre mi escenario astral, pues lo cierto es que este fin de semana he experimentado dos momentos de malos entendidos, dos momentos en que alguien parece alejarse, en que yo me alejo, quebrando las cosas como una furiosa recién casada que arremete contra su flamante vajilla.

El primero es mediático y tiene que ver con dos respuestas que di en una entrevista sobre lectura, consumo, éxito y otras variables editoriales no siempre simultáneas. Aludiendo a la información laboral que poseo, dije que entre los autores cruceños más “vendedores” figuran: Wolfango Montes, Homero Carvalho y Oscar Barbery, escritores de gran trayectoria y con lectores de probada fidelidad; además de un reciente fenómeno de ventas, el joven escritor Darwin Pinto (debí haber mencionado también a Senseve). En la misma entrevista se me preguntó sobre qué elementos eran determinantes para que un libro tuviera éxito y entonces dije que habría que definirse primero la idea de “éxito”, no siempre las ventas lo determinaban, había cantidad de obras que debían someterse al paso del tiempo, pero que sin embargo constituían un éxito literario por su capacidad renovadora, su aporte a la literatura. En la nota, estas dos respuestas parecen parte de un mismo argumento, de una formulación contradictoria y, por lo tanto, de la negación del primer enunciado, algo así como: “estos autores son vendedores, pero…”.

Emití ambas respuestas, sí, pero por separado y a diferentes preguntas. Nunca quise poner mezquinamente en entredicho el valor literario de las obras más vendidas. En todo caso, mi definición de éxito no excluye para nada a esos tres autores mencionados. Pero bueno, son gajes del oficio y algo siempre se aprende.

El segundo malentendido es, más que un ruido en la comunicación, un ataque de pánico, un acto de sobrevivencia. ¿Les hablé de mi dilema? Bueno, esto tiene algo que ver.

Ya tengo la respuesta.

Sin embargo, las dudas están ahí, como interferencias discontinuas en una longitud de onda que por largo rato es nítida y brillante.

Y el problema es que no sé si la voz de Dios, por ejemplo, que para mí sería la voz del destino, se manifiesta violenta e inequívoca o sucia y con interferencias. Decapitada.

Dije: “Entonces no voy”. Imaginen el karma de esa palabra: “entonces”. ¿Un chantaje? ¿Una circunstancia? ¿Una provocación? Un haiku, digamos.

Me siento algo así como Björk, en “Bailando en la oscuridad”, dándome ánimos en la ceguera con la estridencia de mi propia voz

para (no) escuchar el vacío.

Tuesday, October 13, 2009

Fracturas



Algunas cosas se quebraron hoy, pero procesaré esa info más adelante. Mientras tanto, con el hombro adolorido de ayudar a Alejandro a sostener su propio peso, estrenando el yeso adolescente, donde, a pesar del dolor y el pie astillado, guardará algo que extrañamente será uno de sus mejores recuerdos: firmas de chicas, firmas de amigos, grafitis a mil años luz de mi adultez, decido que no puedo acostarme sin postear este texto de Emma. Un texto lúcido con un conmovedor fondo de angustia, la necesaria y potente angustia... Acá va:

Bienvenidas, las exploraciones posibles

Por Emma Villazón

Es raro, pero luego del café-literario del pasado jueves en el Centro Franco Alemán con Giovanna Rivero, Saúl Montaño, Maximiliano Barrientos y la crítica literaria Claudia Bowles, bullen en mi cabeza varias preocupaciones, como si los escritores hubiésemos dejado suspendidas en el aire varias preguntas y comentarios confusos. Es extraño, repito, porque con frecuencia termino insatisfecha de estos coloquios y trato de olvidarlos lo más pronto posible, pero esta vez necesito continuar el diálogo. ¿Alguien me escuchará?

Podrían surgir varios comentarios en torno a los temas lanzados por nuestra moderadora, pues todos estaban relacionados con la tarea de escribir, con las sorpresas y miedos que surgen a medida que se escribe y se va siendo semiconsciente de esa extraña cosa que uno está haciendo: trazando representaciones personales del mundo, rastreando, oliendo los sentidos que hay para hacerlos estallar con un alfabeto de 24 grafías. Años atrás, esta pesquisa se me manifestaba como pulsaciones de algo innombrable, y me perseguía a través de los autores que me apasionaban. Si pudiera dibujar cómo aparecía esa búsqueda, era como un bicho, una voz recurrente, un ruido que estaba diciendo algo deforme, luego tomó mayor intensidad ese caos, y se volvió algo de lo que sentí debía hacerme cargo, y pasé a preguntarme: ¿Qué es lo que de pronto me está interesando? ¿De qué estoy tratando en estos poemas? Hago este preámbulo porque en el periodo de Fábulas, lo único que podía decir del poemario era que se trataba de una conciencia que no podía vivir conciliada con el amor ni con el paso del tiempo. Ahora siento haber avanzado algo, reconozco que el libro está encarnado por una voz de mujer y que sus decires son casi piruetas en el terreno de un extrañamiento doméstico. También podría añadir que a medida que escribo siento que el lugar desde donde parto es la ignorancia sobre todo y nada, lo cual me asusta, no me da seguridad, pero prefiero sentirlo así antes que tomar la realidad o esta lluvia de signos como algo dado, normal. Quizás sea el miedo que me conducirá a una cierta alegría. Una pista para seguirme: “Tan lejos, tan cerca”, de Wim Wenders. Otra: “Aprendizaje o el Libro de los placeres”, de C. Lispector.

Pero el tema del coloquio que quedó enredado, es otro. Presiento que incomodó que se hablara de una escritura femenina, que se pasara la pregunta a los narradores hombres, que se haya saturado el diálogo con intervenciones que iban en varias direcciones pero que estaban perdidas, y no hacían digerible el tema. Las preguntas chispeantes del coloquio, fueron: ¿existe una literatura femenina? ¿Qué es lo femenino? Estas interrogantes me atrevo ahora a murmurar: No me interesan la categoría fosilizante de “escritura femenina” como algo inamovible ¿existirá la misma escritura femenina en África que en Bolivia?, me decía una amiga, ayer. Y la respuesta era la más obvia, claro que no. Porque no es que exista una y sea universal o nacional, así como lo femenino, quizás lo único que importa cuando hablamos de esa escritura, es que haya un enfoque sobre la representación de la mujer, y punto. Lo demás puede tomar una infinitud de matices. Digo esto, porque me aburriría una literatura que tomara como un enlatado el discurso feminista de los 70 como bandera, o una que proclamara la liberación sexual y doméstica, y una disparatada equidad entre hombre y mujer, o esas que van por otro lado y expresan una extrema delicadeza y cursilería predecible para señalar “lo femenino”. Creo que el reto de la escritora que acepta explorar la ficción que llamamos “mujer”, es mayúsculo (insisto en aquélla que decide hacerlo, que le interesa tomárselo conscientemente), porque deberá romper con esos clichés de “lo femenino”, tendrá que concebir que el concepto mujer es una construcción histórica, sino no estará jugándose del todo, y embarcarse en eso significa volver a nacer o redescubrir el mundo.

Y ojo, que no estoy proponiendo un discurso de reivindicación femenina, sino la mera exploración ¿Por qué hacerle muecas a esa búsqueda? Si me preguntaran de qué lado de escrituras feminizantes estoy más cerca, mencionaría a Clarice Lispector, Emily Dickinson, Ana Cristina César, Sylvia Plath, Silvia Guerra, y a muchas otras más…, es decir, a esas escritoras que agujerean lo dado, y revelan a la mujer como un misterio, un paréntesis sobrecogedor, así como el hombre también lo es.
Recuerdo: “Esposa ―seré al romper el Día―/Amanecer ―¿tienes una bandera para mí?” (de Dickinson)

Si hago retrospectiva, mi inclinación en mis lecturas por eso que llamamos mujer es tan antiguo e inconsciente. Podría mencionar a autores hombres y mujeres, pero lo que me interesan en el fondo son las subjetividades de mujeres manifiestas ahí.

Y es que no deja de ser significativo que las escritoras seamos más conscientes que los escritores hombres de la cuestión de género que traspasa en nuestros textos y en los de los otros. Esto hay que subrayarlo, y no con el afán de subestimar a los escritores hombres, sino a la ideología que cuando se visibiliza, despeina, asusta, pone en jaque. Pues, quizás se deba a que las escritoras necesitan hacer hablar a personajes que les parecen cercanos y no escriturados. Mientras que para un autor varón el tema de género no amerita reflexión porque su voz y su acto de escritura han sido más potentes a lo largo de la historia de la literatura, y rara vez éste ha sentido que pese sobre él una diferencia, como artista e intelectual.

Mi aproximación a esta vorágine es reciente, pero desde ya me atrae irme por estos pantanos, es una opción honesta, antigua y, ahora consciente, que me absorbe, y me convoca a tan hermoso extrañamiento, así como cuando me pregunto por la maternidad de los caballitos de mar.

Sunday, October 11, 2009

¿Literatura femenina?


¿Es la mujer una ficción?, preguntó Claudia. Supe que acabábamos de entrar en terrenos pantanosos, y más allá de que esta metáfora sea un clisé total, la idea que tengo de alguien, una escritora, zambulléndose en el pantano, no es nada charmosa: lodo, moho, algas, bichos impensables y todo tipo de excreciones y resinas de batracios pegándose a la piel, aplastando tu glamoroso pelo, succionándote hacia un fondo desconocido donde quizás, oh milagro, también haya flores… Flores carnívoras.

Sí, la mujer es una ficción, como todo lo que se recrea o narra en un cuento, en una novela, en un poema (sí, era necesario que Emma lo enfatizara: la poesía también es ficción). Una premisa tan simple, sin embargo, presenta problemas porque arrastra una batería de preguntas más quisquillosas aun, a las que les hemos venido haciendo ascos como a un test de VIH: ¿está marcada alguna literatura por una voz de mujer? ¿Existe eso? ¿Es necesario que exista una voz declarada, explícitamente, como “femenina”? ¿Y para qué sirve? ¿Qué demonios aporta a la maquinaria de la ficción, a la evolución del demiurgo? ¿No es acaso esa preocupación una impostura académica?, ¿algo extraliterario que distrae al verdadero escritor? ¿No basta, por favor, por favor, con concentrarnos en la infalible dicotomía “buena” y “mala” literatura?

“Puntos cardinales”, el Café Literario que organizó el Centro Cultural Franco Alemán, fue el súper cute escenario de esta conversación animada por la crítica boliviana Claudia Bowles. Participábamos Emma Villazón, Maximiliano Barrientos, Saúl Montaño y yo. Hubo buen vino, gente interesante, velas y la imprescindible ansiedad oprimiendo el estómago porque estás a punto de traducir(te) un oficio que la mayor parte del tiempo es solitario, privado y hasta masturbatorio.

Como se dice en la jerga proselitista: el coloquio se “empantanó” en la pregunta sobre literatura femenina porque, como tan honestamente lo expresaron Barrientos y Montaño, no se habían detenido a pensar en el asunto, no les interesaba demasiado, y, por último, lo único que importaba era la buena o mala literatura, consolidar la primera, vomitar la segunda.

El problema es que a Emma y a mí nos interesa. ¿Cómo hacer, entonces, para dialogar desde dos frecuencias distintas? Expusimos, entonces, en un ejercicio de metahermenéutica, porqué nos interesa intentar una aproximación a ese tema, porqué, aunque las respuestas sean tan escurridizas, es preciso seguir conversando sobre el asunto. La literatura, laboratorio por excelencia de ecuaciones existenciales, no puede rehuir de sus propios issues, esos que también constituyen una ética, una sustancia, y que afectan una propuesta estética. Así como en algunas narrativas la música es un correlato esencial, y en otras, el relato político es el gran motor, considero que los imaginarios femeninos, la educación sentimental de las mujeres, incluso su genitalidad, pueden constituir la columna vertebral de obras arriesgadísimas y rompedoras con las que los escritores varones pueden dialogar para extremar sus propias búsquedas.

Más tarde, en mi cama, pensé en todo lo que pierdo al insistir en el tópico. A punto de rendirme bajo el peso de Morfeo, de su respiración narcótica, me di cuenta de lo poco que me importa perder coolness.

Si lo que estorba es una cierta tendencia a volver a los determinismos tipo los negros escriben sobre la negritud, las mujeres sobre sí mismas, ¿los varones? Sobre el individuo y el estado?, quizás valga la pena aclarar que negar con el silencio o las muecas de asco las posibilidades de esta zona (y sus registros, voces) de creación es una actitud todavía más determinista: si no lo digo, no existe. ¿Supondrá que verbalizarlos en un discurso es reconocerlos? ¿O que lo hace a uno un escritor menos “serio”, una escritora no tan “superada”? Si es así, entonces, ¿será tan fácil poner en la agenda de las preocupaciones literarias el tema de la escritura femenina?

No hubo tiempo de conversar, además, de cómo los circuitos de la difusión literaria se tornan arterias obstruidas cuando se trata de visibilizar literatura femenina que se postula como tal. Como sea, lo más bonito de la noche fue el momento de las lecturas de nuestros textos, porque, eso sí, finalmente es en la materia de la escritura donde apostamos todo sin garantías.

Sunday, October 4, 2009

Latidos


Desplegando o copiando el link de abajo se puede acceder a cuatro breves textos-muestra de la producción de los escritores invitados al Café Literario del Goethe Institut (uf, qué larga me salió la oración, pero es que escribir algo así como "leer link" me parece autoritario y poco persuasivo... y como estoy invitada...).

(Aunque, muy en lo íntimo, piense que realmente) HAY QUE leer esos textos, no porque sean buenos, rompedores o imprescindibles o algunos de esos adjetivos de jerga marketero-literaria, sino para acompañarnos en la construcción de ese proyecto (personalísimo) de intuiciones, éticas y fantasías que es "la obra".

Sí, hay que leerse, como hacen los argentinos, con una pasión que, aun siendo narcisista, nunca es autocomplaciente. Hay que leerse para ver-sentir-olfatear el magma que seguramente subyace, como la borra del café, en los imaginarios de la literatura súper contemporánea.

A mi cuento no lo diagramaron con sangrías, pero lo que importa es que igual sangre. Que sangre por algún costado.

http://www.afbolivia.org/spip.php?page=evenement&id_article=742&lang=es