Saturday, December 18, 2010

Mis beatniks


“¿Qué música les gusta a tus padres?”, me pregunta Alexander mientras nos esforzamos por mantenernos “hyper” con la conversación y el café ya helado para no estrellarnos contra uno de esos enormes trailers que atraviesan como lagartos letales las carreteras de esta parte de la Florida. Viajamos hacia Miami para recoger a mis amados progenitores y el GPS da órdenes implacables que yo obedezco con absoluto regocijo. Alexander se hace una idea sentimental de las personas a través de sus gustos musicales. Alexander quiere comprender a mis padres. Yo también. Estoy en la edad en que solo deseo comprender, atender, querer a mis padres. La vieja adolescencia es ya un punto fosforescente en el retrovisor.

Sin embargo, doy una desordenada respuesta amateur: “música de los sesenta, setenta, Los Beatles, Los Bee Gees, Sui Generis, Mocedades, Sandro… y claro Los Iracundos, Tina Turner, Litto Nebia, Nino Bravo, José Luis Perales, Quique Villanueva, Julio Iglesias, Aznavour, pero luego La joven guardia, Los Gatos, El puma, Paloma San Basilio, Los Bulldogs, y…”. Alex se queda en silencio hipnotizado por los ojos de gato que a su vez resplandecen en la sinuosidad de la carretera. Intenta descifrar la fauna que le he listado. “Tus papis eran unos beatniks”, concluye finalmente Alex. Yo nunca los había visto así. A uno le cuesta pensar y aceptar que la juventud de los padres pudo haber sido auténticamente más intensa que la propia, más arriesgada, más involuntariamente joven.

Un flash de infancia me “rasguña” el alma: Mamá con sus fantásticos zuecos de amarrarse en el tobillo y un abrigo de piel de segunda mano hasta la rodilla que una vez yo me atreví a usar. Papá con su barba “izquierdosa” y los pantalones de botapié ancho. Tengo cuatro años y escuchamos una canción de Miguel Gallardo –“Hoy tengo ganas de ti”─ en una grabadora Panasonic que papá era capaz de proteger con su propia vida. Cuando la grabadora envejeció, los chulupis hicieron su casa en esas misteriosas entrañas; la interferencia de sus antenitas asquerosas se fundió con esa suerte de efectos especiales que la máquina aprendió a gruñir y yo igual heredé orgullosa la Panasonic. La música de mis padres también me llega y me acuna y me identifica, y una nostalgia ajena, vergonzosa, me hace volcar la mirada hacia las coquetas melenas de las palmeras, para que Alex no me vea los ojos.

Llegamos al aeropuerto al filo de la navaja y los veo a través del cristal de International Arrivals con su persistente juventud de pareja que atraviesa rauda la vida. Mamá con un color de pelo muy bien logrado, papá con sus interesantes canas y su invencible ética. Y yo corro, corro hacia mis beatniks favoritos.

Wednesday, December 8, 2010

Lo más profundo


Lo más profundo... ¿la piel? es una antología de escritoras bolivianas emergentes que, con el auspicio y por encargo de la línea de cosméticos Yanbal, tuve el orgullo de compilar y prologar. Fue un placer aparte trabajar con una línea de cosméticos (¡como sello editorial!), pues a veces la ansiada y dulce agresión al mercado se gesta en las entrañas del propio mercado.

Estoy subiendo el link a una generosa cobertura que el suplemento cultural Fondo Negro nos ha dado en planas centrales (ver pdf) antes de que la velocidad internética lo baje del satélite.

(Imagen: ilustración de la artista boliviana Alejandra Alarcón)

Thursday, November 25, 2010

Trinchando el guajolote


Las carreteras están atascadas. A esta hora de la tarde muchos han iniciado la breve migración hacia otras ciudades. Apenas hemos atravesado la 352 hacia Tampa cuando ya he registrado dos accidentes. Una vagoneta púrpura hace gárgaras de humo a un costado, mientras avanzamos con una parsimonia casi espiritual (acá nadie se desquita con la bocina). Es que llega el “zen-guivin”, una fiesta cuya ideología no termino de comprender. Aunque no niego que me entusiasma, más bien, el Viernes Negro, la idea de encontrar alguna cosa curiosa, algún aparatito hedonista, a precios pornográficamente bajos. (Ojalá remataran libros). Después de ese consumo bulímico seguro que vendrá el vacío. De modo que por qué, mejor, no celebrar, simplemente celebrar, más allá de las connotaciones ideológicas de cada evento y su post-consumo; ejercitar la alegría como una manera de resistir, justamente, la amenaza del vacío.

Me preparo, entonces, con mi mejor voluntad internacional para trinchar el pobre guajolote del “Gracias dando”. Tengo que apuntar tres cosas importantes:

1. Estamos juntos. Mucha gente da por descontado eso, pero “estar juntos” en un mundo que estalla de las maneras más insospechadas es, les juro, todo un privilegio.

2. Acaba de presentarse en Bolivia la antología Lo más profundo... ¿la piel? que reúne cuentos de 11 talentosas escritoras bolivianísimas y que tuve el orgullo de compilar y prologar.

3. Mis padres vienen a visitarme en un par de semanas. Tengo mil planes, parece que volviera a tener 8 años, imagino postres, momentos, almuerzos, tiemblo, fantaseo. Me hace falta ser más hija aunque sea por un mes. Recoger el tiempo y vestirlo y ondularlo a mi paso como una falda de gasa de las que me costuraba mi abuela en un abrir y cerrar de ojos.

Pero, ¿por qué tres cosas? Qué manía. Hay más, cosas inútiles las más preciosas: el café de la medianoche junto a la lámpara, dispuesta a desvelarme y dejar mis últimos años de juventud en este amor tan grande que es la ficción, el café de la mañana para intentar “deszombificarme” y dar una clase decente, el café de la tarde, durante el seminario de Carina, para comprender mejor a Zizek, que también “gracias dando”, visita nuestra patria en algunos meses. En fin, aunque parezca increíble, en medio del apocalipsis, cada uno tiene 33 mineros emergiendo desde alguna oscura subgalaxia para transformar las mediocres percepciones con una felicidad desahuciada y subversiva. Y es así, quiero dar gracias por el café, por las cosas inútiles, por las cosas idiotas. Merci, my Lord, por el café. I´m so sorry Mr. Turkey.

Saturday, November 13, 2010

Horripilantes murciélagos


Más allá de la broma exagerada de que uno “sobrevive a un doctorado”, resplandece con opaco brillo una verdad más pueril. Ya sé que los móviles –para decirlo con palabras de un viejo detective- que acá nos reúnen son de lo más diversos. Hay quienes necesitan el status de doctor para ejercerlo con pleno derecho y una pragmática ultraconciencia en el mercado laboral, otros para cumplir el mandato materno, otros porque los novios o novias obtuvieron una beca y en algo hay que ocupar el tiempo libre en una ciudad semicampestre en un país (a veces hostilmente) extranjero, especialmente porque nos hemos creído demasiado a rajatablas la idea esa de que “tiempo es dinero” –los que pretenden ser más vanguardistas dicen: “dinero es tiempo”, pero no nos atrevemos a recuperar la noción de “tiempo” como vitalidad, intensidad, experiencia y gasto; tiempo, pues, como tiempo-. Y estamos, me incluyo con provinciano orgullo, los que hacemos un doctorado por amor.

Unfortunately, ese amor, igual que una tierna hogaza de pan francés, va anidando hongos en los intersticios. Y un día uno se sorprende con el ego lastimado, el alma confiscada y la incómoda noción de que el verdadero “uno” ha sido suplantado, quizás precisamente para sobrevivir, por este impostor que habla, dice, pronuncia académicamente y adopta una mirada algo hastiada, demasiado volcada hacia una secreta parte del cerebro donde el lenguaje (y sus limitaciones) libra batallas extremas contra la inmaterialidad de la intuición de los conceptos, y vuelve uno vencido y avejentado, una y otra vez, al mito de Platón sin haber dicho gran cosa. Y así comienza la creatividad a perder su cualidad primera: lo salvaje. Y entonces uno, lo que va quedando de uno, se pregunta si este súper entendimiento de los hilos que mueven las pasiones humanas –porque de eso se trata todo, da lo mismo ser un entomólogo, un minucioso observador de heces o un doctor en letras- cambia algo. ¿Cambia algo?

Por suerte tengo la escritura, me digo.

Y luego alguien, una teoría, un tonto desnudamiento, me hace dudar de si en serio tengo la escritura.

Vean: Amo estudiar. En algún momento, para simplificar las cosas, me declaré nerd. Quizás lo sigo siendo. Pero soy una nerd malherida, porque el acto, el proceso, la religión de leer para estudiar ha sido subsumida por una maquinaria de incuestionable llaneza: leer para competir. Leer para no escuchar. Leer para hacer discurso. Las pocas instancias de resistencia le duelen más a uno que al pequeño ejército de lectores automátas-discursivos: leer, por ejemplo, a solas, esto es, aceptar con un gesto de “aparente rendición” que se está en una comunidad académica, pero defender la subjetividad a capa y espada, dislocarse y alocarse en el error. En esa defensa, claro, al volcar las manecillas del reloj, el tiempo se desgrana y desperdicia su capacidad de convertirse en dinero, pero queda la infantil revancha de intentar que el tiempo se vuelva persona, sujeto, vida.

¿Qué es, si no, “hacer rendir una lectura”? Volverla discurso, tu discurso, la suplantación de tu espíritu.

Yo quiero leer por placer. Gastarme y perderme en la lectura. Morir en ella.

Antes de venir, había leído Chicos prodigiosos de Michael Chabon y tenía la idea o ilusión de que las amistades académicas se parecerían vagamente a esa suerte de crucigrama de destinos, un sistema en el que importe la idea de ficción que te has inventado, que la voz circule en las fantasmáticas ondas de sonido con la misma legitimidad que una cita bibliográfica en una hoja con 1.5 pulgadas de margen, que los comentarios mordaces hinquen heridas limpias y profundas. (El protagonista de Chabón ve a sus compañeros con sus gabardinas oscuras como “horripilantes murciélagos” alzando el vuelo tras el conferencista de turno, tanto fanatismo allá como en cualquier recinto de debilidades, tanto network aquí como allá). Pero no. Hay comentarios, mas su mordacidad es de niños, su malicia no es inteligente, su objetivo no es la trascendencia sino la inmediata victoria. Y claro que en este eventual “aquí” tengo excelentes amigos, pero ellos, ellas y yo estamos de acuerdo en que la academia es solo un accidente, hubiéramos sido amigos por fuera de esta burbuja; somos definitivamente más cuánticos, más místicos, más fatalistas que esta estúpida transparencia.

Sunday, October 31, 2010

Viaje al pasado



¿Qué hora será mientras viajo seis horas al pasado? Escribo entre turbulencias, mirando de reojo las nubes, su aspecto enfáticamente celestial, algunas estallando en los últimos ardores anaranjados. La batería de mi laptop me promete un 21% de energía, de modo que haré un reporte fragmentario de lo que para mí ha significado este viaje.

Conocí a gente que, como yo, abraza esta locura de escribir (esta mañana en la Casa del Libro en Gran Vía de Madrid, mirando con gula las altísimas estanterías con toda la literatura del mundo, o seré justa: casi toda… me pregunté cómo, por qué, es que todavía yo y los demás queremos escribir. Qué clase de jodida y masoquista enfermedad es esta), pero bueno, es que todavía poseemos una parte de la verdad y queremos formularla, participar de la gran ficción del universo. Está claro que fracasaremos (hermosa profecía vilamatiana).

Uno nunca sabe qué se traerá de los encuentros literarios. Yo he empacado conversaciones entrañables con Sergio Chejfec –a quien comenzamos a llamar Mr. Chejfec, imaginando una serie policial inteligente─. Su incondicional ayuda con mi maletota que gradualmente comenzó a tomar el aspecto del contenedor de un crimen (Chejfec: “es el karma de los libros: das uno, recibís tres”. Pero un karma positivo, ¿no creés? “…Y… a veces no tanto”) me hizo pensarlo como una versión transcultural del aristocrático aparapita paceño, esa suerte de atlas andino capaz de cargar tanto un costal de papas como el inmenso destino de Caín.

Mi principal partner de mesas fue el cubano Antonio José Ponte, que escribe poesía para traicionar su propio ritmo narrativo, para romperlo, porque uno no debe acomodarse a su propio molde, sea un país o un cuento. Las perfectas cabezas de Ponte y Chejfec centelleaban bajo el sol de Menorca y yo pensé en una secta de telépatas, de E.T. capaces todavía de salvar el mundo.

Otra tarde, en Barcelona, fui con Yuri Herrera a una clase de escritura creativa en la Universidad Pompeu Fabre. Nos esperaban jóvenes escritores. Yo no sabía que nuestro anfitrión era Juan Villoro. Nos lo dijo José Luis Espina, el moderador, unos rectángulos antes de encontrar lugar en los parqueos milimétricos de España (Estados Unidos me ha malacostumbrado al megaespacio de sus “huuuuge parking lots”, como diría lascivamente Homero Simpson). Tragué saliva y me armé de valor. Hace mucho que no tomo ningún tranquilizante o sustancias anexas antes de entrar en la batalla pública. La lucidez me duele pero la prefiero mil veces. Nos sentamos en pupitres y conversamos sobre el oficio. Todo fue muy natural. ¿Muy natural? No, no. Pensaba en respuestas inteligentes para compartir en semejante claustro, pero solo me salía la verdad. La verdad con sus bizarrías, con sus altibajos, con sus aciertos y perlas, la verdad subversiva y amorosa. Qué buena sintonía hicimos con Yuri.

Yuri me regaló algunos ejemplares de “El perro”, su revista literaria, y yo le manifesté mi deseo de crear algo paralelo, probablemente de no ficción: “¿cómo ves “La perra”?”. Lo siento, dijo Yuri, pero en Colombia acaban de lanzar “La perra”. Claro que siempre es posible la ortogonalidad, propuse: “Entonces La perrita, ficción púber”.

Y ya he dicho que un gran descubrimiento humano y literario ha sido Inés Bortagaray, cuya novela breve Prontos, listos, ya me devoré una madrugada, cuando aún estaba montada en mi jet-lag. “Es dulcísima, es como orar”, comenté al día siguiente, y Chejfec preguntó: “¿Vos rezás?”. Decidimos que deseamos celebrar un encuentro en que los escritores también hablen de Dios, creyendo o sin creer, a modo de desnudarse, de hablar de ese tema huidizo que es la Gran Totalidad.

Creo que dejé olvidada mis medias (es bueno olvidar objetos, es la ofrenda al tránsito) entre las sábanas del céntrico hotel en el que Pepo Paz, mi adorable editor, me alojó tan consideradamente, para que yo pudiera sentir el frenético latido de Madrid. Gracias, Pepo, por todo. Por el tour a las librerías, el vino, los amigos, el necesario “baño de realidad” y por creer en mis personajes como si te respiraran en la oreja. Sos “la hostia”.

Ahora parpadea el foquito de la batería, tengo que cerrar esta crónica ipsofácticamente. Miro a un costado y veo que hay un tipo de nubes grises, muy ralas, como si la Gran Totalidad también fumara, bajo las cuales comienza a distinguirse la anatomía de una civilización o un pueblo. Es cuando creo, como Pepo, que la realidad está aún dos o tres pasitos por delante de lo virtual y sus fantásticos espejismos y tram(p)as.

(Foto: vista de mi ventanilla)

Tuesday, October 19, 2010

Barajas y demás


A 10 grados centígrados por cortesía del AC del aeropuerto de Miami y con ocho horas de retraso, era lógico que la gente estuviera malhumorada cuando, al arribar a Madrid, nos informaron que habíamos perdido la conexión a Barcelona. Por algún extraño motivo yo estaba de lo más zen. Quizás el hecho de ver ciudad, de estar rodeada de gente que habla español, o simplemente porque el viaje literario me hacía falta, no protesté ni nada. Tomé el lugar de la observadora cultural y las escenas fluyeron:

a) En los mostradores de Air Europa un sujeto le grita a otro: “¡Ea, tío!, que no estás en tu país, ¡nada de colarse en la fila!”.
b) La azafata, desesperada: “¿Queréis viajar o agarraros a las leches? Es que así no se puede…”
c) Un viajero: “¿Un hotel dices? ¿Es que no entiendes que yo sí trabajo?”.

Llegué sana y salva y con buen humor. No he remontado el asunto del jet lag, pero eso es lo de menos. La gente del Colectivo Fu está dejando la piel en este proyecto y no voy a ponerme a llorar por unas horas de espera.

Hoy me encontré con varios amigos: Luis Umberto Crosthwaite, Lina Meruane, Fabiola Morales y Andrés Laguna. Almorcé con Pola Oloixarac, quien me invitó a integrar su club de mujeres terroristas. Durante la cena, amigos de mis amigos me hicieron un test: ¿Te gusta Stephen King? ¿Ves pelis de Hollywood? El doble sí me granjeó la simpatía del más rebelde, aunque los verdaderos resultados del test solo los conoceré el viernes.

Ha sido una hermosa revelación escuchar la charla entre Slavko Supcic, de Venezuela, e Inés Bortagaray, de Uruguay, moderada por nada más y nada menos que Eloy Fernández Porta, autorísimo de After Pop y Eros, la superproducción de los afectos (libros altamente recomendados por Gerry y leídos hasta la impudicia por Alex).

Me encanta cuando la conversación literaria es bitonal: Slavko manejando la parodia irreverente con muchísima elegancia e Inés con una timidez y una autenticidad que conmueven. Inés dijo que todos los escritores uruguayos están excluidos y la inquieta no saber por qué o contra qué. Quizás sea una forma de ser, una política de la melancolía, digo yo, que siempre he admirado esa modalidad anacrónica de la banda oriental. En todo caso, qué bella dignidad la de no dejarse permear por completo por la omniestética del mercado que formatea al escritor “cool”, súper informado, recontra actualizado, angustiosamente updated. Inés habló también de la extinción y yo pensé en un cuento sobre la soledad, o sobre convertirse en un animal en medio de la estepa.

Ahora tengo que dormir. Mañana habrá más.

(La foto es de hoy, después de la cena y el test).

Wednesday, October 6, 2010

Purgatorio virtual


Estoy leyendo Los muertos, de Jorge Carrión. Un amigo me hizo el favor de traérmela de Madrid, pese a que yo (sí, sí, ya tengo la visa) estaré en breve por esos lares, pero es que no podía esperar a leer una novela que provocaba mi más gótica sensibilidad.

Los muertos
comienza con una escena onda Terminator 2: Un hombre desnudo en un callejón de Nueva York, acaba de materializarse. Tres cabezas rapadas le dan la bienvenida a punta de patadas y escupitajos a esa suerte de purgatorio virtual en el que nadie tiene un nombre o un pasado. ¿Quiénes son estos muertos? Algunos están marcados con terribles cicatrices en distintas partes del cuerpo, experimentan ataques de violencia y sufren dolorosas interferencias que no conducen a ninguna parte. La condición de “muertos”, por supuesto, no es algo que ellos contemplen ni por un momento. No saben que están muertos. Estar muerto no es una circunstancia o un tipo de conciencia. En todo caso, es una interfaz.

De hecho, este artefacto literario está armado con interferencias. Carrión ha alternado las dos mitades de la novela con un ensayo literario que permite constatar la loca sospecha de que estamos leyendo una serie televisiva de alto rating, una de esas series correspondientes al subgénero “9/11”. Me imagino que la última parte de la novela será una especie de “segunda temporada”, pero todavía no he llegado, sigo habitando entre muertos y personajes de ficción que el escritor ha exhumado de la imaginación pública para saldar viejas cuentas morales. Así, Corleone, Lady Macbeth o una versión deformada de Larry, el famoso presentador de noticias gringas, coexisten sin otra discriminación que el servicio a una ficción mayor: La absoluta, absoluta y asfixiante virtualidad.

No he rumiado lo suficiente sobre estos dead friends, pero no está mal acercarse al tema 9/11 pensándolo como una gran interferencia en la exitosa flecha occidental que pretendía cruzar el milenio impunemente. Los muertos de Carrión no son repulsivos, no arrastran colgajos de carne ni se pudren fácilmente, de hecho, su capacidad de autogeneración es escalofriante. La repulsión, en todo caso, reside en la idea de que ningún sistema, ni siquiera el virtual, puede funcionar como una comunidad suficiente para un ser humano que se ha hiperfragmentado a tal punto que debe reducir su identidad a la posesión de un cuerpo sano. Cualquier otra subjetividad es expulsada de este limbo en el que seguramente también me toparé a Baudrillard. Sé que esto es un extremo, pero es también un método de pensamiento, pensar en los extremos, olfatearlos, anticiparse, establecerlos como límites, evitar rozarlos.

Sunday, September 19, 2010

Gainesville 9/17


El viernes por la mañana, luego de atravesar el pequeño infierno de la burocracia consular para obtener una visa a la no siempre maternal Madre Patria, estrené mi flamante licencia de conducir gringa por las avenidas de Miami. Somos de pueblo y, aparte de los míticos partidos de los Gator y del significativo y orgulloso puntaje que University of Florida acaba de obtener en el ranking de universidades, Gainesville solo sale en las noticias por cosas como la ira retronacionalista de un pastor que quiere quemar el Corán en una fatídica recordación del 9/11 (cómo le gusta a alguna gente quemar libros, no?). De modo que Miami, digo, era mucha cosa para mi tranquilo provincianismo universitario.

Era mi cumple y podía sentir la última furia de Saturno masticando mis partes más débiles. Me he acostumbrado a su método, así que la sugerencia-imposición del consulado de mostrar una cuenta bancaria contundente para merecer un visado a España (dado que soy boliviana), pese a que voy por motivos literarios –y ya sabemos de qué modo sobrevive la literatura en cualquier parte del mundo─, no me sorprendió en lo más mínimo. Mercurio está retrógrado me dije, pero no supe reconocer su latitud, pues ya desde hace algún tiempo los trámites se me vienen torciendo en un reggae fusión punk metafísico que burla toda precaución (ejemplo: envío cuento al Julio Cortázar de Cuba y el sobre, bajo el sello priority mail UPS, queda atorado en la garganta de la aduana habanera).

¿Qué hacer?

Lo de siempre: la amistad, la hermandad latina en un mundo posnacional, la neopicaresca intraimperial, la suma de sufijos y prefijos ansiosos que no consiguen dar con el problema, con mi problema, el de una escritora cada vez menos joven que avanza, espada en alto, corazón valiente (o algo así suele decir mi amigo Gary) buscando amor para sus personajes. Entonces un buen amigo me hace un depósito ipsofáctico y mi cuenta engorda escandalosamente. Todavía cruzo los dedos, querida Lolita B., para que los guardianes de las fronteras me permitan llegar hasta Menorca.

Gerry llama y le cuento rápidamente mi odisea. “Estoy en la carretera”, le digo, “y no sé a qué hora volveré a la villa”. Gerry dice, entonces, que esa es la mejor manera de cumplir años: “Viajas”, dice, “y eso está bien; es perfecto. Viajar es la victoria sobre el tiempo. Viajas contra el tiempo, no envejeces. Felicidades”.

Mientras los árboles de Gainesville, que ese es su verdadero secreto, la dignísima belleza de su mediterraneidad, comienzan a alzarse en la oscurana y otra humedad me recibe, pienso que, en efecto, esta ha sido una curiosa manera de cumplir años. He recibido varios “no” y en mi interior se revuelve bartlebyana o bartlébicamente, como quieran, la potencia de lo que todavía no he escrito. La sumatoria de estos “noes” –un cuento que no llega a destino, porque tal vez ese no era su destino; una visa en stand by, porque la globalización diseña un mapa que se imprime borgesianamente sobre los planes más voluntariosos (ahora creo que desde Bolivia me hubiera sido más fácil moverme, cruzar aduanas insulares)─ hace también mi definición, mi lucha.

Me reciben los árboles negros, enormes, que bordean mi casa, con sus troncos obscenos y conmovedores. Verlos siempre me hace imaginar que soy un gigante, Gulliver, y que si quisiera podría tirarme sobre el follaje como sobre un sofá y dormir la juerga. Mi hijo dice, en cambio, que si él fuera un gigante orinaría sobre los árboles para que los ínfimos humanos agradezcan la lluvia. Sin duda, todo es cuestión de escalas.

Monday, September 6, 2010

Deseado lector...

Un cuento y una crónica en dos sitios argentinos de alta referencialidad latinoamericana:




Escritores del Mundo

Thursday, August 26, 2010

Mis rincones oscuros


Girl interrupted, es como me siento. No solo por el abrumador comienzo del semestre universitario o por la puntualidad sajona del clima (en plena retirada el verano ha recrudecido en su humedad y anuncia un otoño hermoso y amarillo), sino especialmente porque los días de ficción quedan atrás. Ahora habrá que trampearle minutos a la agenda académica para no dañar los finales de las historias. Tanto de las que van escribiéndose, de golpe o en fragmentos aislados y algo epilépticos, como de las que leo anárquicamente, por rebelde oposición a la palabra “bibliografía”.

Tengo, por ejemplo, un libro acechando en el velador. Mis rincones oscuros, de James Ellroy. No lo he terminado, y creo que no deseo hacerlo, la terrible intimidad autobiográfica de la voz narrativa constituye un ecosistema que todavía no quiero clausurar, por sincero, por arriesgado, por parecerse a una verdad. El dolor juvenil del protagonista recuerda a Bukowski; también en esta novela se narra la predecible senda del perdedor, marcada a fuego por la violencia. En el caso de Ellroy, esa violencia es, antes que rizomática (como sucede en Bukowski), un coágulo concéntrico. Obsesionado por el asesinato de su madre, el protagonista intenta distraer las energías de su juventud con experiencias extremas dignas del mejor file disfuncional: drogas duras, robo menor, sexo azaroso y objetivo, cárcel y una práctica hilarante del nazismo (¿no se trataba acaso de un “escritorcito blanco perpetrando todo el tiempo una novela negra”?).

Sin embargo, en la adultez, Elrroy hijo no puede seguir escapando del fantasma de la madre arrebatada; la extraña, la repudia y la desea. El amor, en cambio, es algo que debe conquistar. Con ese objetivo, el protagonista se entrega a una despiadada búsqueda de esa madre muerta. Necesita amarla, superar el deseo, y para ello tendrá que conocerla mejor. Mis rincones oscuros es la crónica de ese desmontaje del pasado y la reflexión metaliteraria de cómo el James Ellroy verdadero –si es que hay un escritor que pueda atribuirse esa categoría- escribió novela tras novela en un trabajo de acercamiento a su más monstruosa obsesión.

En ese “trabajo del sueño” a través de la letra, Ellroy alegoriza su propia fijación, como no podría ser de otra manera en una poderosa novela noir, con un detective sensible y oscuro. Del mismo modo que Ellroy hijo acumula encuentros sexuales con mujeres que no ama intentando catalizar su sed por la “pelirroja del pezón mutilado”, su endurecido detective de Los Angeles colecciona muertas, las guarda en su memoria y acaricia sus facciones y el modo en que estas se apropiaron del rigor mortis durante su paso de la carne vital a ese estadio casi límbico en que él las recibe y posee definitivamente. Su favorita es la Dalia Negra, una adolescente que hoy podríamos reconocer como una variante del “emo”, una chica alocada de Massachussets siempre vestida de negro que pretendía ser mala y que pagó caro el juego del gato y el ratón que establecía con hombres demasiado brutos.

Leyendo a Ellroy pienso también en Bolaño en 2666, en la sumatoria atroz de las mujeres de ciudad Juárez, etiquetadas con un número postmortem en los archivos inútiles de la Policía. Bolaño nos “copia” esos registros sin añadir otra emoción porque la descripción del método de la muerte es lo suficientemente eficaz. Y esa es la diferencia, Bolaño usa la técnica Ellroy encaramando muerta sobre muerta para que el concepto de la muerte sea asfixiantemente femenino,vaginal, pero lo modifica y lo desnuda ya que, con orgullosa humildad, sabe que no puede comprender algunas cosas de la semilla cultural de ese infierno; comprender, por ejemplo, los motivos enloquecidos de un asesino.

Toda la obra de Ellroy, en contrapartida, es una búsqueda casi tierna de la madre violada, deseada y asesinada, pero también de los motivos del asesino.

(Foto: Elizabeth Short, la Dalia Negra)

Saturday, August 7, 2010

Sobre llovido, mojado



Hace un par de días, el viernes 6 de agosto, Bolivia celebró sus 185 años de vida republicana, de los cuales más o menos 121 los ha vivido en la absoluta mediterraneidad. Estoy consciente de que esto no es un issue tan emocional para las generaciones nacidas con el neoliberalismo, quizás porque, entre otras cosas, sus cuadernos escolares no incluían en la contratapa, bajo el escudo nacional, este tipo de leyendas: “El mar nos pertenece por derecho; recuperarlo es un deber”. En ese sentido, crecieron más libres, menos enojadas. El efecto del "miembro fantasma" que sigue a una mutilación ya ni siquiera es una herida, apenas una anécdota que se soluciona con un certamen de belleza en el que, por supuesto, no puede faltar la Miss Litoral, siempre vestida de azul.

Yo recuerdo, por mi parte, las fantasías compartidas de la infancia, los juegos en los que Alexandra, mi mejor amiga, y yo planeábamos vacaciones imaginarias en la playa, naufragios épicos, bronceados imposibles y castillos de arena que formábamos con el material de albañilería de las casas de nuestros abuelos siempre a medio construir. Nuestra playa, la arrebatada, quizás no fuera tan vacacionable, pero eso nunca lo sabríamos; nos daba rabia estar encerradas como abejas dentro de una botella. ¿Cómo nos “habían quitado” el mar? Mi imaginación de nueve años alcanzaba para visualizar legiones de enemigos acarreando baldes repletos de agua salada, trasladando toda esa agua, nuestra agua, a otro lugar. Un lugar para siempre inalcanzable.

Probablemente por esto convencí a mi gente de que pasáramos el sábado en la playa de Saint Augustine, una de las más hermosas de Estados Unidos. Gerardo, mi amigo filósofo, llamó por la mañana con un pronóstico peligroso: tormenta tropical durante la tarde y quizás parte de la noche. Es mentira, dije, las profecías sobre el clima siempre mienten. De modo que emprendimos el viaje de casi tres horas hacia la añorada playa. Éramos diez viajeros emocionados, dispuestos a mostrarnos nuestros cuerpos imperfectos en los floridianos trajes de baño, a beber cerveza mexicana y correr como cachorros en pos del frisbee o la pelota.

En efecto, nos esperaba un cielo enfurruñado que pronto se desató en una espectacular tormenta con “rayos y centellas”, algo inolvidable. No bajamos hasta la costa para no llorar de impotencia; en cambio nos quedamos bajo un techo colonial de ese pueblo con gesto españolísimo comiendo sándwiches caseros (las cervezas aguardaban pudorosas en las cajuelas de los vehículos). Cuando la lluvia se sosegó ya todo estaba perdido, de modo que optamos por caminar bajo un goteo suave ─un “espantapendejitos”, como bien dijo Herlinda, la más divertida de mis amigas─ por las calles históricas e inevitablemente kistches. Había algo de melancólico en nuestro paseo, “de procesión o Viernes Santo”, dijo Gerardo, pese a la cantidad de turistas llovidos que se aglomeraban en las tiendas de chocolates, de café, de ropa, de buena suerte, de mala suerte, de objetos sadomasoquistas y pendientes de vidrio pintado. Pero era bueno estar tristes en grupo, con nuestros secretos trajes de baño bajo los shorts, emulando el heroísmo de Supermán. Porque desilusionarse entre buenos amigos desarrolla un tipo distinto de intimidad, una experiencia que es necesario vivir.

Por último vimos una película sobre el asesinato de Jesse James, mientras Hawk cocinaba un maravilloso espagueti híbrido. Me sentía algo culpable, por mi insistencia, por haber desoído el susurro de la filosofía en relación a las leyes de la naturaleza, pero nadie dijo nada sobre haber perdido el tiempo, el dinero, el sábado completo.

Yo todavía creo que deberíamos volver a intentarlo. Aprovechar los pocos días que nos quedan antes de la arremetida académica y las pilas amenazantes de libros y llenarnos los dedos de arena, enfrentarnos con el pecho y las caderas a las olas bárbaras de Saint Augustine.


(El castillo lo hicimos Alejandro, Irene y yo. Lo consideramos una fortaleza).

Monday, August 2, 2010

Made in Bolivia


¿Por qué será que al cine se le reclama, en general, más verosimilitud que a la literatura? Una novela que se postule como histórica, por ejemplo, puede hacer de la anacronía una lectura subversiva, la revelación de un suceso escondido; en cambio, una película que en mayor o menor medida ofrezca un sesgo social no puede tomarse demasiadas libertades poéticas so riesgo de ser infiel al referente que pretende reflejar. Sé que es una pregunta retórica, pues el signo del cine no solamente es de una iconicidad evidentemente ostensiva, sino que se asienta en la secuencia, esto es, en un lógica parecida a la progresión del tiempo histórico.

Breve preámbulo para apuntar alguito más sobre la película Zona Sur, del cienasta boliviano Juan Carlos Valdivia: Puede que haya demasiada belleza y demasiada civilidad en las relaciones sirvientes-patrones que dan carne a la trama, pero esta "distorsión", esta "deformidad" (como algunos han reclamado), también puede ser interpretada como una declaración de principios, un anhelo, el tímido deseo de una nueva utopía. Lo hermoso de esta peli es que se presta a una lectura multidimensional. Me quedé, pues, corta en la reseña que escribí para www.escritoresdelmundo.com.

Como sea, la melancolía siempre es celebrable en un relato que tiene la osadía de suceder en simultáneo a su referente; esto es, mientras el país cambia, se convulsiona, se disfraza, sangra y goza.

Wednesday, July 28, 2010

Mudanza


Nos hemos mudado de departamento. Tarea infernal. Los amigos envían correos compadeciéndose, algunos contentísimos de estar lejos. “Lo bueno de esto”, ha dicho uno, “es que aparecen las cosas perdidas”. Y es cierto, aparecen las cosas perdidas, aunque no sé si esa aparición fantasmática sea del todo buena…

De un libro salta una carta fechada en 2006. La carta me enternece, me remonta, me duele. Miro la letra flaca y, como en las telenovelas mexicanas, el pasado llega como un vendaval. Guardo pocas cartas, no solo porque el correo electrónico fue tomando con los años el lugar afectivo del papel, sino porque siempre le he temido al fetichismo del pasado, creyendo –inmadura y ansiosa─ que deshaciéndome de las coartadas –las fotografías, los lugares, las servilletas escritas, los anillos─, quedaba libre. Por supuesto, eso es, para decirlo lo más enfáticamente posible, una “gilipollez”. De ese modo solo me expongo a este tipo de asaltos, una carta que brinca con el resorte de la sorpresa desde lo más profundo de la clandestinidad personal.

Otra cosa es cuando el pasado mismo se encoge y, así, ovillado, intenta desaparecer. Pienso en un precioso libro de Betina Gonzalez, Arte menor, que con la elegancia de las historias familiares contadas con amor seduce al lector y lo lleva como copiloto en ese viaje hacia lo desconocido, en busca del padre pródigo, el padre-artista-frustrado cuya herencia fundamental consiste en una revelación, una enseñanza de vida: También la frustración es parte del arte, y un artista sin éxito es, quizás, secretamente más auténtico y trascendental que aquel que ha recibido la caricia de su tiempo. Además, Arte menor nos acerca a los beneficios y daños colaterales de los hijos de los artistas frustrados, en cuya semilla comienza a desarrollarse una genealogía diferente, una especie rara y conmovedora, un cachorro de artista que seguramente al aproximarse al arte, si lo hace, si llega a hacerlo, lo hará con el respeto, la fascinación, pero también la irreverencia, de un niño salvaje frente al fuego.

En fin, mudarse es como todo, recuperar y perder, recordar y olvidar, intentar un nuevo comienzo, sufriente sempiterna del Síndrome de Ulises, apenas consolada porque en este preciso momento me entero por la tele que la sociedad civil, ese monstruo abstracto y sudoroso, ha conseguido bloquear ciertas secciones de la Ley de Arizona y esto me alegra, mierda, me alegra. Yo soy parte de ese monstruo.

Llaman por teléfono del viejo departamento, manchas en la alfombra, un vidrio roto, ¿niños?, ¿mascotas? Ah, pero no saben que tengo a mano el librito amarillo de Zambra, Mudanza, y respondo: “que se queden con el catre y las revistas si es preciso, que acomoden como puedan ese bulto en el camino, que repasen con cuidado los pecados y las cuentas, sólo faltan las baldosas y los postres y las firmas, cada tanto los humores sincronizan y se olvida que ella viaja largas horas y no llega y eso es todo…”.

Saturday, July 17, 2010

El amor dura tres años




El amor dura tres años es el título de una divertísima y terriblemente franca novela breve de Frédéric Beigbede. Uno puede estar parcialmente de acuerdo con eso, mientras secretamente anhela que esa premisa supere el cinismo y prolongue el plazo fatal. En todo caso y por suerte, todavía estoy en la etapa de alto enamoramiento, de modo que el Darky Park seguirá siendo mi sincera pasión por lo menos durante dos órbitas más.

Generoso lector, te invito a esta fiesta rusa virtual en honor del Dark Paranoid Park. Estoy contenta de haber podido sostenerlo durante un año, respondiendo casi siempre al pacto inicial: vida y ficción. No son lo mismo, pero en un nivel metafísico son recíprocas. Y eso me es suficiente.

Friday, July 9, 2010

Un cuento


Patricio Zunini, anfitrión del blog de Eterna Cadencia, me invitó a compartir un cuento en el sitio. Todo un elogio. Gracias, Patricio.

Me decidí por "Polizonte", un episodio de Tukzon.

Wednesday, July 7, 2010

Como el caballo


Mi abuelo por parte de madre, un caballero demasiado caballeroso en un mundo que comenzaba a ponerse violento, tenía ─como rasgo perturbador en su férreo sistema de buenas maneras y amabilidad naturalísima─ la manía de sacar conclusiones amargas con la sonrisa más franca que un ser humano podía regalar a finales del Siglo XX (ahora saco cuentas que no llegó a conocer el Apocalipsis). Su dentadura era completamente suya, parchada con esquinas de oro y calzaduras menos glamorosas, está bien, pero aquellos dientes eran suyos y los exhibía con lógico orgullo.

¿Qué había, entonces, detrás de sus síntesis agridulces? Un aprendizaje, sin duda. Vivir se trataba de aprender a resignarse y ser feliz. No “resignarse y a pesar de todo ser feliz”; sino, diría él: “resignarse para ser feliz”. Por supuesto, eso se aprende mejor cruzando la séptima década, sencillamente porque conocer prematuramente algunas cosas de la vida tiene mucho de monstruoso (y tramposo). (Así, no es justo decir: “si yo volviera a nacer”, “si lo hubiera sabido antes”, “a mí no me vuelven a embaucar”. No es justo porque el juego se trata de no saber y aventurarse y aprender).

Sergio se llamaba mi abuelo y solía contar la anécdota de un campesino y su caballo. El hombre era pobre o tacaño o quizás flojo ─no recuerdo este detalle, lo cual es una pena, se me hace que ese motivo tuerce un poco la intención ética del microcuento─, jamás le daba de comer a su caballo, el que trabajaba como un burro en la aridez del terreno. Pasó mucho tiempo y un día un vecino lo encontró caminando solo por el campo. “¿Qué ha sido de su caballo?”, preguntó curioso. “Pues fíjese”, contestó sinceramente apenado el hombre, “mi caballo se murió justo cuando estaba aprendiendo a vivir sin comer, ¿no es una maldita ironía?”.

Yo era mañosa y mi abuelo contaba el relato durante los almuerzos para llenarme de culpabilidad. Decía que a mí me iba a pasar lo del caballo.

Eso no me preocupaba entonces; pero ahora sí. La comida no es el problema, creo, sino la literatura, ese alimento complicado con el que decidí nutrir mi existencia.

Escribo. He escrito con dedicación todo el verano. Estoy al borde de una tendinitis, pero esto solo agrava el asunto del lenguaje. Qué problemático es el lenguaje, qué terrible y hermoso, qué íntimo e inhumano. Indomable hasta la desesperación.

Leo a Claire Keegan y la odio. La odio amorosamente por arriesgada, por tierna, por original y anacrónica. Me entra el temor de nunca poder estar a la altura de mis sueños, de ser como el caballo y morirme tercamente durante el aprendizaje.

Pero, ¿de qué otro modo podría ser? Moriré, sí, moriré como el caballo, cuando por fin esté aprendiendo a escribir.

Wednesday, June 30, 2010

Sudar la letra


Porque es verano y no se puede tener el aire acondicionado prendido todo el tiempo... Así que recurrimos a la bondad de las cafeterías y pasamos un par de horas allí, mientras practico uno de mis vicios literarios favoritos: escribir en medio de extraños, entre conversaciones azarosas y secretos que se filtran, entre el olor de las donuts calientes y de bronceadores de coco.

Mi versión de "escritora de vacaciones" es bastante casera, pero sin embargo intensa. Y a veces recibo novedades alentadoras, como este par: Miguel Vitagliano me invitó a escribir algunos textos para el intenso y súper ecléctico blog www.escritoresdelmundo.com. Fue una invitación perfecta, pues sólo así me animé a escribir sobre dos asuntos que me daban vueltas desde hace tiempo. También, Billy Castillo ya ha concluido la adaptación de uno de los epidosios de Tukzon, historias colaterales. La imagen superior es la portada y lo que sigue un adelanto de los interiores. ¡Somos bizarros!

Monday, June 21, 2010

El cronista interrumpido


Fue un fin de semana de pérdidas, o mejor dicho de coyunturales despedidas, lo cierto es que Saramago y Monsiváis emprendieron el último tramo hacia Gran Soledad. De las dos muertes, la que me conmueve de un modo más íntimo es la de Monsiváis, no sólo por la cercanía cultural –al fin de cuentas México es el epítome de Latinoamérica, en lo mejor y en lo peor-, sino también y principalmente porque Monsiváis nos enseñó a leer, a mirar sin tedio en la obviedad y hacer del conocimiento del pueblo una vía de amor, singularidad y autoestima y, por tanto, de insurrección. El verdadero conocimiento es siempre subversivo.

Ese gusto por meter las manos en la masa para comprender ─sin los típicos filtros del elitismo intelectual que ha hecho de la abstracción absoluta un escudo infalible─ los motivos seculares, los delirios posmodernos, la loca entropía de un pueblo que supo adelantarse al Kitsch para izar la bandera del arte del eterno reciclaje, convirtió a Carlos Monsiváis en el gran vidente de la historia cuántica de México, pero al mismo tiempo en su apasionado hacedor (no es completamente azaroso que su último libro lleve el irónico título de Apocalipstick).

Monsiváis no le hacía ascos a nada que viniera del pueblo, porque a la manera de un profeta, cualquier semilla, hierba mala, sustancia o excreción, le servía para desentrañar el método cósmico de la vida y comprender cómo, por ejemplo, el rostro negado del enmascarado de plata o el pelo alborotado de Gloria Trevi en sus afiebrados episodios de comunión con el público eran nítidas expresiones de una raza en sostenida neurosis. Cuando Trevi encarnó a la impúdica proscripta y fue escupida de la industria televisiva, Monsiváis recordó que el talento de una artista equivalente a Madonna en ese momento residía tanto en la voz ronca y obscena como en la sensibilidad para entender el desaforado deseo de “nacos” y “fresas” y responder en consecuencia. Y eso tenía un precio.

El diálogo entre el cronista pop (probablemente para ser un beatnik le faltó melancolía) y la inmediata contemporaneidad se ha interrumpido, justo cuando México más lo necesitaba. ¿Quién será el próximo interlocutor lo suficientemente ameno y autocrítico para ser escuchado en su propia tierra y más allá?

Extrañaremos su buen humor, la ironía casera y la parábola trascendental. Nos queda, por suerte, el consuelo nada menor de la relectura. Pero es que Monsiváis era un maestro de la reacción caliente, de la videncia simultánea, del riesgo de la profecía… Sensorum irremplazable en un mundo que confunde mediatización masiva, twitter compulsivo, con suprema apuesta de la inteligencia. Ahí no hay consuelo.

Have sweet dreams, Monsiváis.

Monday, June 14, 2010

Cosas del fútbol


Yo, que creía saber poco de fútbol, me descubro capaz de sostener un diálogo deportivo con Alejandro, mi hijo. Sé que necesita un buddie para gritar sin censura cada vez que su equipo favorito del día mete un gol o impone una férrea defensa y un ataque inteligente. No soy ese partner ideal; sin embargo, disfruto auténticamente de esta pasión que, aunque en este momento y espacio de nuestra vida –como bien lo dice Edmundo Paz Soldán en sus crónicas de El Boomeran(g)- no podría llamar “de multitudes”, define también nuestra identidad y nos recuerda de qué amores estamos hechos.

Por supuesto, este diálogo peor-es-nada también acarrea peleas. Alejandro preguntó cuál equipo prefería yo que ganara, si Inglaterra o Estados Unidos. Tengo dos posturas, le dije, y me cortó de inmediato: “en el fútbol no se puede tener dos posturas, mami”. Intenté explicarme: Sé que Inglaterra es un toro legendario y el talento siempre vence, o tendría que; pero también confío en el trabajo, estamos aquí, vas a la escuela acá… Y la selección gringa ha demostrado que sudando con disciplina puede uno… ¿Qué, qué…? ¡Transformarse!

Eso es bullshit!, protestó Alejandro, que contra su voluntad metió una palabra en inglés. El fútbol no es gringo y nunca lo será, sentenció.

¿Pero te has fijado quiénes componen su selección? Hérculez Gómez juega en el Pachuca; Bocanegra y el Gringo Torres son de ascendencia mexicana y creo que también hay un colombiano. Un día vos también podrías jugar ahí…

¡¿Yo?! ¡Ni loco!

Alejandro -saqué yo mi discursito pseudoacadémico (qué bárbara, y para hablar de fútbol!!!)-, la globalización también llegó al fútbol, muchos de los jugadores que representan a un país no nacieron ni se criaron ahí, los equipos ya no son símbolos absolutos del nacionalismo, y eso es bueno, es un modo de franquear el racismo, la xenofobia…

¿Ah sí?

Sí…

¿Y el cabezazo de Zidane? A ver, ¿y el cabezazo de Zidane?


Mire, señora, dijo Alejandro, que habla como galán de telenovela mexicana cuando intenta respetarme a pesar de la rabia, no sea ciega e injusta, ni siquiera en los videogames uno se vende tan barato, y mejor sigamos mirando y que hablen los goles, como debe ser.

Y sí, estamos de acuerdo, como en la literatura, el fútbol tiene razones que sólo el corazón comprende.

Monday, June 7, 2010

La vida es una sola


Hace un año, mientras caminábamos por los pasillos empedrados de la Residencia de San Ildefonso, en Alcalá de Henares, le comenté a Juan Terranova lo mucho que había disfrutado de la novela Cómo desaparecer completamente, de Mariana Enriquez. Me parecía una osada expedición a los universos disfuncionales de adolescentes dañados por la cultura, por la familia, por los propios padres. En ese momento Terra me ofreció una perspectiva diferente, ¿no estaba todo el peso de la dictadura ahí? Bueno, sí, eso también, dije, pero es que no todos somos lectores argentinos, me excusé. “Muy aguda, Rivero, muy aguda”, dijo Terranova, con esa fina alquimia de elegancia porteña, humildad de artista católico, monógamo y peronista y temple de cronista del Siglo XXI.

Recuerdo la escena porque anoche, en nuestro improvisado club de cine, conversando con Gerardo Muñoz sobre la peli que acabábamos de ver, El secreto de sus ojos, estuvimos oscilando entre la tentación de ver en ese thriller una radiografía de la situación política argentina en época de Isabel Perón o la libertad de leerlo como una historia híbrida, entre el policial y el amor imposible.

Por supuesto, más allá de la pugna de las categorías, brilló la ficción.

No voy a contar aquí la trama, no soy tan pesada; pero tampoco puedo evitar comentar un par de aspectos que, desde mi punto de vista, hacen de esta producción un clásico contemporáneo. Primero hay que decir que el tratamiento simultáneo de dos relatos destinados a converger en un clímax al que también podríamos llamar “destino” es sutil, sin los típicos frenazos y desembragues del estilo hollywoodense, que, por lo general, para articular una “trenza” de temporalidades echa mano de todo tipo de efectos: cámaras distorsionadas, blanco y negro, fundidos, sepia, memoria obscenamente alterada, etc. La elegancia del ritmo y el tempo en El secreto de sus ojos no es únicamente estilística; responde, creo yo, a la tesis central del relato: la vida es una sola. Somos los mismos todo el tiempo, y el pasado, el futuro y el presente están inexorablemente unidos por la ética, por la idea de uno mismo y la imagen viva de los que amamos. La escisión engañosa que la posmodernidad hizo de la vida, como si el pasado pudiera “matarse” para continuar adelante -y la respectiva oda a la cultura esquizo-, nos desnudó demasiado y nos expuso a la levedad de lo efímero.

Gerry y yo destacamos como un verdadero elogio a la amistad el rol de Sandoval, el amigo alcohólico, que da su vida a la vieja usanza, cuando dar la vida por los demás estaba lejos de ser una metáfora.Esta sensibilidad retro, casi anacrónica, de nuevo apuesta por antiguos valores. Y estoy de acuerdo, deberíamos tener el alma elegante, y, como dice Pedro Fernandez, "amar como antes".

La epopeya interior, asentada sobre la delicada tela de araña de la justicia institucional, ansía más bien la alta justicia poética, pero al mismo tiempo le teme. El asesinato que abre esta historia arrastra más de una víctima, porque el otro sesgo de esta movie es precisamente ése: ningún asesinato debería ser visto como una cuestión privada, un juego de pasiones secretas sin otra incumbencia humana que la eventual viudez. Al contrario, la esfera de sus implicaciones es infinita y, cuando estamos solos en la oscuridad, el fantasma de esa pérdida también nos convoca y nos pregunta.

Wednesday, June 2, 2010

Traducciones


Kertes Gábor, talentoso traductor húngaro, acaba de enviarme vía electrónica la edición de la revista Magyar Lettre en la que figura mi cuento “Sangre dulce”. Sangre fue traducido al francés hace poco, pero la extrañeza que me produjo el texto volcado en esa lengua dulce y sensual no fue tan intensa como la visión de este lenguaje enloquecido y salivante que ahora contiene mi relato. ¿Permanecerán ahí las emociones? No es una pregunta de duda, sino más bien la expresión abismada ante la carnalidad de las lenguas, que al apropiarse de las historias, de algún modo las transforman y corrompen. Leyendo así a Sangre pareciera que me han hecho un exorcismo. No a mí, en realidad, sino a lo que me pertenecía.

Esto mismo sentí, en otra escena, quizás con otro tono, el domingo, cuando reincidimos en nuestro lugar favorito: el Zoo. ¿Ya he dicho que Irene es una apasionada amante de la naturaleza, los animales, las plantas, el mar, los insectos, todo lo que esté lleno de biológico movimiento? Pues bien, allí estábamos, calcinándonos bajo el sol sureño de las tres de la tarde. Nos dábamos un respiro bajo unas palmeras generosas y nos insuflábamos valentía para montarnos en el tobogán acuático cuando se acercó este hombre.

Qué hermosa es su hija, dijo el extraño.

Sentí pánico. Era pleno día pero uno nunca sabe.

Sus ojos, su pelo, su cuerpito, prosiguió el hombre.

Abracé a mi hija y la atraje hacia mí. Quise ser más grande, más alta, más fuerte.

Yo tenía una hija idéntica, más canelita, dijo el hombre.

Pero eso no terminó de relajarme. No le había dicho “gracias” por esa ardiente evaluación de la belleza de mi hija, pero él no parecía esperar ningún tipo de reciprocidad. Era un monólogo.

Era idéntica. El mismo tamaño, ¿qué edad tiene? Ella murió… dijo el hombre, alejándose hacia la piscina donde unas mantarrayas bebés comenzaban a hacer sus primeras piruetas. Metió su mano en la piscina para acariciar la suavísima piel de esos bichos.

Volvió a los tres minutos y preguntó de dónde éramos. Él era de Honduras, no había podido ir al entierro. Ahora estaba también lo de la mierdosa ley de Arizona.

¿Puedo darle un beso?, preguntó el hombre.

Besó a Irene en la frente y me dijo: “Cuídela. Va a tener que cuidarla mucho”.

Pensé en un cuento que no he leído pero que Emma Villazón me contó una vez, un cuento de Vila-Matas sobre las infinitas connotaciones de la sugerencia “cuídate mucho”.

Finalmente nos montamos en el tobogán de agua. Irene me pidió que no le apretara así el estómago porque iba a provocarle un vómito. "Irene es mía", me dije, pero involuntariamente recuerda a otras niñas y esa mediumnidad infantil me excluye.

Thursday, May 27, 2010

Devenir Madre


Más de una vez me he encontrado imaginando cómo sería mi vida sin hijos. En qué lugar, con quién, bajo qué circunstancias estaría. Casi siempre esa vida especulada era más emocionante que esta, como si no tener hijos constituyera la inmediata garantía de la eterna juventud, y como si tenerlos implicara, también de inmediato, la anticipación de la vejez, la lenta muerte. Esa obsesión se hizo tan intensa que, impelido por el amor, un buen amigo me dijo: “Vos creés que serías mejor escritora si ellos?”. No supe si decir que sí, pues lo que menos quiero, por otra parte, es encontrar pretextos para enmarcar la batalla literaria. Él remató: “¿No te has puesto a pensar que tu sustancia nace de esa contradicción?”.

Lo que quiero decir es que ser parte del Día de la Madre era algo que me asqueaba. Quizás las horribles resonancias de un himno masoquista escolar: "Y abnegada soporta las cruces/ que por buena le carga el dolor", activaban mi huida despavorida. No quería estar en el lugar de esa sangrienta heroína.

Ha sido la progresiva amistad con mujeres y con mi propia madre lo que me ha hecho reconsiderar la estética de la maternidad –porque como todo, como toda aventura o ideología, la maternidad también tiene una estética-. Hay entrega y renuncia, es cierto, y hay mayor disposición para el dolor, también es cierto, pero la acción dura, alegre y emocionante aparece justo en la lucha con el ego. El ego de la madre es monstruoso y, aunque presenta variantes culturales significativas, es capaz de torcer el destino del hijo si no sabe ejercer el derecho de ambas libertades: la suya y la del hijo. Somos madres también porque constantemente estamos regulando la injerencia del ego en una vida ajena. Tener o no tener razón, advertir o no advertir, dejar ser, replegarse generacionalmente: ¿hay un mejor ejercicio?

Así, he aprendido de algunas amigas que es necesario ser más madre que amiga; de otras, que uno también puede equivocarse y hacer el ridículo; de otras, que la vocación maternal no es un unidireccional sino rizomática y se extiende a las relaciones no biológicas: te reciben en casa en los peores momentos y te dicen verdades dolorosas, más dolidas ellas por tener que decírtelas.

Hoy, pienso en mi madre, y fantaseo con su juventud y su soltería, cuando era ella misma, sin la proyección orgullosa-culposa de los hijos, y estudiaba Filosofía y Letras y seguramente soñaba con vivir en París. Quiero pensarla de esa manera, ahora que es abuela y dice que es “doble madre de Irene y Alejandro”, porque a veces uno pierde de vista que en el origen, antes que una madre bifurcada en vidas “actuales”, hubo una niña, una mujer sin himnos, una joven algo inconsciente y la potencia de su generación le pertenecía. El resto, el futuro, dormía en sus ovarios.

Thursday, May 20, 2010

Como un sueño


Estas somos Irene y yo atrapadas en la magia del Atlántico Sur. Dolía tanta belleza, tanto mar ajeno y tan cerca de casa. La aventura terminó, pero cada una trae en la mochila su propia narrativa. Irene y Liniers, por ejemplo, se hicieron best friends y el pacto consistió en un intercambio de pingüinos a quienes han bautizado con sus respectivos nombres. Tuve que defender a Liniers de la revisión inquisitorial en Miami; hubiera sido terrible que lo despanzurraran en busca de cocaína patagónica.

Por mi parte, me traigo libros, regalados y comprados, como debe ser en todo viaje que se precie. Pero sobre todo me traigo el sabroso testeo de un país cuya literatura ha nutrido desde siempre mi torrente sanguíneo. Amigos, descubrimientos, chismes, revelaciones, nuevas hermandades, todo eso que marca a fuego los viajes extremos. Mi profundo agradecimiento para los muchachos de editorial G7 que cuidaron cada detalle, incluso nuestra mítica expedición hasta el último faro, en un catamarán llamado “Shackleton”. La travesía nos deparaba un encuentro brutal con lobos marinos. Según dijo el capitán, semejantes monstruos no figuraban en la agenda, pero allí estaban, voluptuosos, gritones, peligrosos. El terrible olor a grasa y sexo nos mantuvo a distancia, pero nos acercamos lo suficiente como para apreciar el horror fascinante de sus fauces lujuriosas.

La última tarde en Buenos Aires, entre el fervor político de los trabajadores gastronómicos que avanzaban, pancartas en alto, por la calle Corrientes, amenazando con no atender durante el fin de semana largo porque “el derecho a mantel y a cubierto no alcanza”, me sentí otra vez acunada por la irresistible violencia de la cotidianeidad latinoamericana. El sudor del pueblo es el mejor souvenir que alguien pueda empacar para cuando llegue el momento de las saudades.

En el avión, Irene me pide que le cuente “el cuento para dormir”. Estoy agotada y feliz y no se me ocurre nada. “El cuento de Mariana”, sugiere Irene, refiriéndose al “petiso orejudo” cuya estatua de cera vimos espeluznadas en la prisión de Ushuaia. No tengo la escalofriante pluma de la Enriquez para narrar esas leyendas urbanas, pero hago el intento: “había una vez un hombre con grandes orejas, no era un duende bueno, era un psicópata en miniatura…”

Thursday, May 13, 2010

Desde El Fin del Mundo


Anoche, bordeando la orilla austral del Atlántico, llegamos hasta la Casa de la Cultura de Ushuaia, donde Mario Bellatín leyó el texto de su conferencia “¿Le gusta este jardín que es suyo? No deje que sus hijos lo destruyan”. Un texto raro pero sin embargo natural (y naturalista), como toda la obra de Mario. Se lo puede leer como la autobiografía darwiniana del autor que, atravesando sus múltiples muertes, encarna, entre otras, la naturaleza de un perro, la de un sabio árabe, la de un anciano decrépito. En ninguna muerte puede, sin embargo, descansar, pues el delirio imparable de la ficción lo resucita karmáticamente. ¿Qué busca Mario en sus múltiples regresos? Comprender, quizás, la causa de su falla o carencia: Le falta el brazo derecho. O mejor, comprender la finalidad de esa ausencia, como quien aprende a amar a un fantasma. Otra posible lectura es que la pulsión antropofágica de la escritura va devorando al autor, desmembrándolo sin piedad, ahora un brazo, mañana quién sabe.

“Pero siempre es posible resucitar”,
me confesó hoy Bellatín, agitando el garfio metálico como quien rompe la realidad.

Eso, entre otras cosas, frases inteligentes –Pauls: “el rechazo es un sentimiento alegre”; Lissardi: “hepatitis y literatura: mucha gente descubrió su vocación literaria durante esa enfermedad” (yo, durante una larga nefritis)-, retumba en mi agotado cerebro mientras no puedo evitar pensar que el garfio de Mario es un heridor signo de interrogación.

Sunday, May 9, 2010

Space Oddity


Hace unos meses ni Irene ni yo nos hubiéramos imaginado que el día de su cumple No. 10 estaríamos volando tempranito hacia Buenos Aires, para embarcarnos luego hacia la mítica Patagonia. Pero la vida te da sorpresas y yo adoro ese lugar común. Vamos rumbo al Festival Iberoamericano de Nueva Narrativa, que se realizará del 12 al 16 de mayo de 2010 en la ciudad de Ushuaia, Tierra del Fuego, en respuesta a una generosa invitación para participar de la sección Crónicas del Fin del Mundo.

La idea que tengo de la Patagonia se ha alimentado, por supuesto, de la ficción, principalmente de las historietas de Editorial Columba que yo de niña solía devorar sin otro filtro que no fuese la exigencia del color. Las viñetas en blanco y negro las dejaba como respaldo, cuando se me habían acabado las lecturas y entonces no quedaba otro remedio que mirar las aventuras de Pehuén Curá en lápiz carbón. Pero, más allá de ese folk y de la lejana percepción de que en su cordillera hay una tradición de irresistible nieve gótica llamándome con largos aullidos, lo que me fascina de este viaje es su gesto subversivo.

Si bien las dinámicas culturales de las sociedades latinoamericanas (y también de la española) han venido cambiando desde hace pocos años desplazando desde el núcleo hacia la periferia sus referencias y acciones, en muchos casos ese desplazamiento constituyó sólo un “tours”, un nuevo modo de exotismo, una proyección de lo de siempre. Por suerte, los nuevos lugares idearon distintas estrategias, un imaginario paralelo, que los postulan no sólo como anfitriones, sino como topos literarios. Y es que está ese asunto de Mahoma y la montaña tiene más vigencia que nunca en la reconfiguración global del mundo.

La descentralización de la cultura, en este caso de la literatura y sus procesos de producción, tiene connotaciones “administrativas”, pero también involucra un cambio de mirada. Renovarse, generar vanguardias, apostar, desahuciarse, experimentar, extraviarse, descubrir, redescubrir, desmitificar, construir una fe, eso sólo es posible con un turning point de la mirada, y qué mejor que enfrentarse con un paisaje diferente, una ruptura de la eterna postal.

En el próximo post les contaré los pormenores de esta exploración glacial que Irene y yo estamos a punto de comenzar.

Tuesday, May 4, 2010

Los motivos de Darwin


El verano en las pequeñas ciudades universitarias de Estados Unidos tiene, en el fondo, algo triste. Es así. Podría ser como en las películas: sol, chicas en bikinis lavando autos “aparcados” en la calle sin el rigor de ningún parquímetro, chicos musculosos con demasiados planes, todos de cacería, eligiendo, salivantes, el mejor ejemplar, la vida como un barroco tropical, sin espacio para el arrepentimiento; pero no es así. No del todo. Al final del semestre estas ciudades diseñadas para estudiar como obsesos se vacían. Y entonces los extranjeros que nos quedamos comenzamos a entablar una relación afectivo-espacial diferente. Sobreviene una noción aplastante del experimento infinito que significa vivir en un lugar que no es tu patria, de entregarle tus horas y minutos a ese lugar.

Esta mañana me quedé mirando a un pájaro carpintero aplicadísimo sobre una corteza que chispeaba en astillas ante sus arremetidas. “Eso es tener un sentido en la vida”, me dije, “eso es estar verdaderamente enfocado”. El pájaro no me miró para agradecerme el cumplido.

En el verano, sin embargo, en ese hermoso mar de tedio artificial e incalculables grados Fahrenheit, uno hace sus mejores descubrimientos.

Acabo de leer un ensayo del brillantísimo Adam Gopnik: “La reescritura de la naturaleza: Darwin novelista”. Gopnik describe al mítico naturalista inglés como un científico profundamente consciente de que entre sus principales responsabilidades científicas figuraba la de saber comunicar por escrito los enigmas conmovedores del mundo visible y, sin embargo, invisible. Siendo Charles Darwin un respetable caballero victoriano, no podía darse el lujo de entrar a patadas en los recintos del conocimiento y la fe diciendo cosas horribles como “he descubierto que en la familia tenemos seres con mucho pelo”, o lo que es más: “he descubierto que esas criaturas constituyen nuestro origen, la preexistencia a la que se refería Platón”.

Darwin, revela Gopnik, estaba obligado a elaborar una narrativa que no sólo revelara una verdad tan revolucionaria como la de Galileo Galilei, sino que también hiciera sentir al lector que esa verdad había estado siempre ahí, respirando naturalmente, que no implicaba una herida asquerosa en la dignidad humana, y que sólo había que prestar un poco de atención para apreciar la contundente lógica que la sostenía.

¿Qué estrategias narrativas o retóricas utilizó Darwin para compartir los resultados de toda una vida de observación de las especies? La tragedia griega no le servía de mucho, ya que lo que intentaba era precisamente eliminar de la linealidad azarosa de la vida la intervención soberbia y caprichosa de cualquier Deus ex Machina. Tampoco le servían las fábulas fantástica o gótica saturadas de metáforas y analogías que persiguen equivalencias entre el reino de los vivos y las necrosis y sus mundos derivados. De hecho, me atrevo yo, Darwin era una especie de anticipación de Raymond Carver, un tipo que renuncia a las metáforas ornamentales, más que por una decisión estética, por una cuestión ética: la realidad es cruda y su crudeza es lo mejor que alguien te pueda entregar.

Es así, cuenta Gopnik, como Darwin decidió comenzar El origen de las especies describiendo las técnicas que los criadores de palomas (y también de perros) utilizan para manipular sus conductas, ya cruzándolos, ya modificando sus estímulos externos. Al cabo de un tiempo, esas especies manifiestan significativas variantes. Y he ahí que brilla la tesis darwiniana: si esto es posible con la pequeña intervención humana en tiempos cortos, imaginemos lo que puede hacer en longitudes inconmensurables la crianza sostenida de la naturaleza. La mínima historia de una paloma encierra el gran relato épico de la especie humana, sus luchas y contradicciones.

Darwin pone al mismo nivel al criador y al científico, con la misma elegancia con que intenta “derribar la creencia sin lastimar al creyente”. Y es que a la creyente que más cuidaba era a su esposa Emma, cuyo dolor por la temprana muerte de su hija Annie (10) sólo era soportable desde los dogmas de la fe. Darwin admite, entonces, que si bien el hombre puede reconocer los eslabones biológicos, todavía queda una dimensión no susceptible de empirismo: la zona del amor y la pérdida, los modos de la supervivencia.

Adam Gopnik es profundamente acertado cuando transcribe esta anotación del diario de Darwin respecto a la hija muerta: “Debe haber sabido cuánto la amábamos, y sin duda podría haber adivinado aun ahora cuán profunda y tiernamente la seguimos amando”.

Darwin no eligió, como lo haría Anne Rice, la ficción pura para sublimar el asombro ante la muerte que arrebata el cuerpo-niño de la hija. Eligió la ciencia, su rigor. Pero aun en medio de ese universo fáctico supo respetar el fascinante misterio que, según Gopnik, entraña “el espacio entre el breve, pero hondamente sentido, tiempo de la vida humana y el tiempo sin límite de la naturaleza”. ¿Qué, si no, insinúa esa esperanzada especulación: “podría haber adivinado aun ahora”? “Aun ahora”, más allá, a través de todas las fronteras.

(foto: Charles Darwin y la pequeña Annie)

Wednesday, April 28, 2010

La resurrexxxión


Alejandro, mi hijo, está aprendiendo a hablar inglés como los negros. "Yo´son!". Le gusta, dice que las cosas, nombradas así, son más profundas."For real?". Ha comenzado a salir y todas las leyendas urbanas se me agolpan en el cerebelo. Es cuando la ficción sirve para lastimar, para atormentarte.

Pero hay cosas que no son ficción. Un chico de catorce muere en Atlanta golpeado por una pandilla. Le pegan por hispano. En Nueva York, un grupito de gringos aguarda sentencia por la muerte de Lucero, un ecuatoriano de pómulos altos, víctima del deporte nocturno más boludo de las últimas décadas: la caza de hispanos. También en Santa Cruz los adolescentes se convulsionan bajo los puños y la rabia irracional de las pandillas, las de clase baja, y las de clase media y alta. La sutil y quizás nada significativa diferencia es que la gente sabe muy de qué lado está y qué cosas los agrupan inevitablemente, más allá de que en los últimos años la dinámica de la movilidad social haya experimentado ligeras variantes.

Alejandro, en cambio, está atravesando su pubertad con una incertidumbre más. ¿Quién es, verdaderamente, a nivel racial, aquí en Estados Unidos? En los miles de formularios que llenamos por esto o por lo otro, dice que somos “hispanos”, bien, pero de pronto aparecen categorías macrorraciales en las que la opción “mestizo” es una palabra en sánscrito escrita con jugo de limón en papel de arroz. No existe.

La mirada absolutista del norte no distingue matices. Y a veces los matices son necesarios porque permiten respetar la singularidad, la individualidad y el derecho irrenunciable a la contradicción.

Y la prueba es la reciente ley de Arizona, una ley despiadada por lo básica e instintiva, y vergonzosa por lo troglodita, que institucionaliza, legaliza y ampara el ejercicio del racismo como una forma de proteger la ciudadanía! ¿Qué es, pues, una “sospecha razonable”? ¿Quién ha creado un “sospechómetro” tan eficaz que pueda, sin caer en lecturas tipo Cesare Lombroso, distinguir entre el “pómulo afilado de la nínfula” y la estructura ósea facial de un latino peligroso? ¿Cómo, además, saber que la pronunciada convexidad de un pómulo está íntimamente relacionada con la tendencia animal a matar, estafar, mutilar, violar? Pues, parece que la tecnología sureña de una Arizona cuya última belleza reside en sus maravillosos desiertos ha sido capaz de crear esta infalible máquina de “intenciones humanas”, este “pomulómetro” portátil, con batería de infinita duración, que ya lo hubiera querido Lombroso para probar, sin margen de error, que la gente fea es criminal.

Hitler dead? No hace falta un espiritista para darnos cuenta que la pestilencia tipo polstergate de la era hitleriana, como el herpes, presenta recidivas en los lugares menos pensados. Bueno, ni tanto, Arizona tiene secretos de familia muy bien encapuchados.

He estado en una onda sintomáticamente apocalíptica en mis últimos tres posts, y aunque la resurrección del Mal me pone insoportablemente morbosa, prometo bajar el tono en lo venidero.

Mientras tanto, aprovechando el topos, comparto en este link un episodio de mi novela Tukzon, historias colatelares.

Monday, April 19, 2010

Los frutos del mal


Venían los domingos. Llegaban de a dos, con sus bien planchadas blusas de hilo y faldas de lino oscuro, zapatitos de charol y un maletín de cuerina con el logo de su iglesia impreso en el bolsillo delantero, rebosante de marca-páginas con imágenes de palomas celestiales, gruesas cadenas de hierro estallando, ojos en clímax y hombres en bata cenando pan dietético.

No podría decir ahora si eran “Testigos de Jehová” o miembros de alguna otra iglesia (tampoco es de mi interés parodiar ninguna creencia, menos cuando el hiperrealismo del Siglo XXI parece darles la razón!!); lo que sí es cierto es que mi abuela Pura las llamaba indiscriminadamente “evangelistas” (sólo pude resemantizar el término con la nueva demonología del espectáculo, es decir, cuando Linda Evangelista entró en acción y supe que la belleza podía ser también un mensaje sobrenatural).

Pero mientras tanto, las evangelistas –a quienes mi abuela recibía con cordialidad, prudente escepticismo y sendos vasos de limonada- poblaban mis noches de pesadillas. Aunque enterrara mi cabeza bajo la almohada, todavía podía escuchar sus siseantes susurros anunciando el fin del mundo, el implacable juicio final a cuya cíclope omnisciencia ningún acto, por mínimo, necesariamente escatológico, o insignificante que fuese, podría escapar. Si habías traicionado a tu mejor amiga, si habías sustraído algunas monedas del sagrado bolso de tu madre, si habías deseado al noviecito de tu vecina, si habías ansiado la muerte de tu padre, si te habías masturbado montando a caballito en el toco de la cocina, si habías, por un momento, por un fragilísimo instante, soñado con tu propio exterminio para alcanzar por fin la lejanía angustiante de las estrellas, ibas a rendir cuentas. Y los saldos estarían en tu contra. Arderías en el fuego eterno.

Sí, el paisaje apocalíptico constituía el escenario favorito de mis pesadillas: bosques y bosques ardiendo, como si ya conociera Arizona, lenguas altísimas de fuego que me acariciaban todavía sin tocarme, y en medio de ese cielo manchado de smog bíblico, las jazzísticas trompetas de ángeles tan bellos que llegaba a comprender la gula de Satán, su aliento volcánico.

Mi peor pesadilla, sin embargo, estuvo exenta de fuego y trompetas y saturada de confusión. Era eso, y lo sería para siempre, en la más ardua adultez, la confusión, el principio del infierno. Frente a mí, siete Jesucristos idénticos, melenudos como hippies nostálgicos, y pálidos como culposos cocainómanos, me desafiaban a escoger al verdadero. Si yo me equivocaba, si no era una elegida, tendría que subir a una nave espacial que aguardaba pronta y erecta a un costado del pequeño ejército de clones. En el espacio exterior moriría torturada, una y otra vez, en manos de quién sabe quién. (Yo leía mucha “Duda” por esa época, ya les he contado).

Los siete santos me miraban con la misma beatitud. ¿Cuál, cuál era el verdadero? Las evangelistas habían dicho que sólo los buenos serían capaces de reconocer a su Señor. Si yo era una inmanente bastarda espiritual elegiría siempre a alguien falso. El fantasma de la copia pondría su falso sello en medio de mi ilegítima frente. ¿Cómo, cómo distinguir “la diferencia en la repetición”? Quizás ya desde entonces bullía en mí la semilla del mal y la deformidad, la semilla del Kitsch.

Desperté, sudando a mares muertos por esa pesadilla tipo manufactura. Eso fue a los nueve. Sin embargo, aun hoy, cuando pienso en los siete Jesucristos y sus catorce ojos impasibles me invade un horror ácido, tengo miedo de no tener fe. Y me regocijo cuando descubro que mi fe está hecha de otra materia.

Si traigo a colación esta aventura onírica es porque la he recordado con toda nitidez al ver hace un par días, en la portada del periódico El Deber, la fotografía que ilustra este post. Me he tomado la libertad de hacerle un gracioso montaje, implantando a un trompetista intergaláctico bajo las nubes atómicas, sólo para proponer la idea de que los paisajes de la imaginería bio-ecológica actuales vienen al encuentro del viejo Apocalipsis con la obediencia del Hijo Pródigo.

Las revistas Atalayas de los años noventa, en el alumbramiento del año 2000, postulaban una estética ecológica devastadora: cielos de humo y cenizas, una naturaleza mutante y agresiva, un ser humano desvinculado de su propia cadena alimentaria, confundido. Pues bien, la fotografía del espacio aéreo europeo, después de que el volcán del glaciar Eyjafjälla en la India comenzara a erupcionar, no tiene nada que envidiarle a los cielos apocalípticos de las evangelistas nerds. El milenarismo del año 2000 catalizó, quizás, en las Torres Gemelas, y a una década de ese hito, la seguidilla de terremotos nos ha movido literalmente el piso y el mundo-bajo-control is over. Una nueva correspondencia entre los planos que nos contienen -“así en la tierra como en cielo”- nos reclama un nuevo existencialismo. Esta súper geoepilepsia generará flujos migratorios antes insospechados y, sin lugar a dudas, novísimas comunidades culturales. La fiesta viral del “Apocalistick”, como maravillosamente propone el gran Carlos Monsiváis, acaba de comenzar.

La diferencia, en esa repetición, reside en que hemos naturalizado algunos desastres y esta familiaridad nos recoloca en la postal cósmica. Habrá que ver con qué caras, con qué intensidad en la mirada, con qué certeza en la boca, con qué mueca aparecemos, habitantes posthumanos, en esa nueva foto. Pero además, ¿no es que se había acabado para siempre el gran relato?

Saturday, April 10, 2010

La mirada del robot


“¿Cómo narrar después del holocausto?”, se preguntaba Primo Levi, aterrorizado de que no sólo el relato de la historia, sino también la cultura tendieran a suavizar lo insoportable. “Es imposible escribir un poema después de Auschwitz”, sentenció a modo de respuesta Theodor Adorno, en relación a esa catarsis negativa que significó la era hitleriana. ¿De qué modo cambiaba la concepción de la belleza, del héroe, del destino, pero sobre todo, cómo entrever una teleología que no condujera al horror? ¿Cómo escapar, digamos, de una “novela policial hiperrealista”? La trivialización del pop fue una respuesta, y cuando esa reacción no fue suficiente, apareció el afterpop.

Anoche vimos The Hurt Locker, de Kathryn Bigelow y, entre otras cosas, nos quedamos conversando hasta las seis de la mañana (tuvimos que improvisar un “brunch” y tomar toneladas de café durante toda la tarde). A dice que el exterminador de bombas es un remake muy inteligente de Terminator: vas-desarmas-vuelves. Destruir estructuras, aunque sean bombas, parece ser la misión de este soldado norteamericano, un tipo cuya subjetividad sólo aparece en minúsculos momentos.

Yo, en cambio, pienso que no se trata de un personaje tan ready-made: el hombre endurecido por la guerra que ha renunciado a una vida “normal” en aras de la nación y que a cambio obtiene el exilio de la sociedad civil. De hecho, el discurso nacionalista de The Hurt Locker no es obsceno y, más bien, se diluye en la medida que los contornos de ese planeta extraño que es el desierto de la guerra van consolidándose hasta prefigurar la única cultura posible, vital y carnal en un mundo de asépticos supermercados.

Hay, pues, una poética de la guerra. Y lo sintomático y hermoso es que esa poética tenía que venir del ojo cinematográfico de una mujer, que antes que buscar una estética para seducir al que mira y luego zamparle el mensaje propagandístico subliminal, expone primero el corazón del asunto y luego, de a poco, va componiendo un planeta alien hecho de soldados que parecen astronautas con sus pesadísimos trajes antibombas, de desierto sucio de cenizas y atardeceres como en La Guerra de las Galaxias, de niños con los días contados, de tercos suicidas y, también, de una sutil parodia de la violencia bélica codificada.

Kathryn Bigelow no ha necesitado tampoco de la subtrama amorosa para redimensionar al soldado exterminador; si bien queda claro que tenía una mujer y un hijo, esa pequeña familia afantasmada sólo es funcional en cuanto puede enfatizar el contraste entre una sociedad tediosa, previsible, demasiado “a salvo”, y la vitalidad horrible de la guerra, allí donde tienes el valor de buscar en las entrañas de un cadáver niño la existencia de una bomba, como si fueras el lujurioso dios Saturno o un caníbal posapocalíptico, hambriento, adrenalínico, siempre al filo.

Entonces el vacío de los últimos años se rellena. El hombre elige la guerra.

¿La mujer? Ese es otro issue que en esta peli se aborda desde la ausencia simbólica. Madres árabes, jóvenes gringas iluminadas por la epifanía de la viudez (hace poco vi en una tienda a una mujer negra que llevaba una polera retro con una leyenda contundente: “My husband is in the War”)… de ellas, por ahora, sólo flashes.

La peli de Bigelow establece una crítica, pero no sé si una autocrítica suficiente, pues esta neorromantización del soldado industrial puede también ser leída como la gestación de la raza perfecta y monotemática que todo imperio ansía.

¿Cómo narrar durante Irak? Bigelow escoge la cámara obsesiva, fija, como la mirada de un robot, pero sin su mediación, pues no es gratuito que el exterminador aparte al bicho de metal para meterse de lleno en el escenario de la guerra y desarmar con sus propias manos una bomba de mil tentáculos, mientras el tiempo cobra su verdadero sentido físico: el del transcurso de los segundos. La virtualidad no es suficiente para comunicar la experiencia. Y en eso yo también estoy de acuerdo.

Saturday, April 3, 2010

Las que soy


Víctima de una alergia adquirida al polen o a los robles que me produce olas interminables de estornudos, me tomo una pastillita de Claritin (y ya sabemos que la industria farmacéutica en este país sigue siendo experimental, en el sentido más peligroso del término). Caigo fatalmente dormida.

Sueño que tengo una empleada a quien puedo encargarle con toda confianza el menú de la semana. La mujer tiene colmillos de vampira y habla un idioma que no comprendo. Es una relación un poco friqui. Ni qué decir de las garras curvas con las que sazona sanguinolentos trozos de carne. Pero estoy tan desesperadamente agradecida que no me importa si sirve coágulos temblorosos a la crema. Despierto entre el alivio y la desilusión. Mis sueños mojados de ahora son los patéticos remanentes de una exburguesita que no se ha liberado del todo.

Y aunque me da un poco de pudor, necesito confesar mi estrategia de supervivencia a esa terca nostalgia de la “antigua vida mía”. Cada vez que me agrede la torre de platos sucios, la necrofilia gélida de la heladera con sus paquetes de bifes duros y papas precocidas, busco en mi clóset emocional –ahora que está tan de moda sincerarse, abrir el clóset- mi disfraz imaginario de criada mexicana. ¿Por qué no una “criada boliviana”? Quizás porque no se ha trabajado demasiado desde la ficción ese papel; en cambio, ser una “criada mexicana” tiene lo suyo. Conocer los secretos horribles de la familia, las traiciones, los amores prohibidos, tener a mano el frasquito de veneno o somnífero hipnótico, susurrar amenazas, calarse las finas medias nylon de la señora, ¿no es acaso encantador?

Entonces me llamo “Nati”. “Vamos Nati”, me digo, voluntariosa, renunciando incluso a los guantes amarillos de cirujana. Yo quiero el contacto violento con los restos de comida, el anticipo de su putrefacción, el falso consuelo higiénico del detergente, el revoltijo conmovedor de colchas y almohadas. “Yo sé todo de vos, chiquita”, le digo a Irene, amenazadora, “y te vas a tragar todo el plato”.

Cuando termino los quehaceres, cuelgo mi delantal imaginario en mi clóset de supervivencia y me despatarro en el sofá, por fin a solas. A solas con “Papi”. Rita Indiana Hernández me ha estado esperando desde hace una semana y está mal ser descortés con visitas tan gratas, sobre todo si provienen de la más alta literatura.

Sunday, March 28, 2010

Los viajes


Avanzando por la angulosa cuesta del semestre, decido, sin embargo, no descuidar demasiado este parque. Y aunque tengo ganas de comentar un par de magníficas movies correspondientes a este fin de semana, prefiero dejarlo para más adelante, cuando la carne no esté en el horno y el pueblo permanezca bajo control, satisfecho y devoto.

Así que este será un post breve, tipo escritura automática, una señal de humo para aquellos que me visitan en busca de oscuras flores (no siempre las encuentran), amorosamente interesados por mis estados de ánimo en esta especie de “todo o nada” que es nuestra nueva vida.

Noticia telegrámica: Me han invitado a Barcelona en octubre; se trata de un festival literario que organiza el creativo, maravilloso y vanguardista Colectivo Fu, a las cabezas de Lolita Bosch y Fernanda Álvarez. Probablemente el festival incluya un viaje a Menorca.

Cuando leí el tercer e-mail, “Menorca”, pensé -por asociación sonora- en un lejano “viaje sin retorno” al que mi abuela Pura se refería siempre, misteriosa y fatal, con esa su poesía involuntaria, mirándonos las pecheras de los vestidos chiclanes que Rocío y yo llevábamos con el desgarbo de las prepúberes; haciéndonos sentir inexplicablemente culpables por eso que parecía una partida inminente. Pero era mi prima hermana la que le preocupaba más; su “viaje sin retorno” estaba cerca, era irreversible y -casi podía apostarlo- doloroso: “Menarquia” se llamaba aquel destino. El sitio no estaba en Grecia, pero si llegabas ahí, jamás volvías. Era peor que el Triángulo de Las Bermudas.

Ahora voy a Menorca, feliz, ilusionada, pues sé que de ningún viaje uno vuelve idéntica. Y esto es importante. Es vital mudar(se), fingir ser otra, darse la oportunidad de ser otra, seguir el destino de las suavísimas líneas en la planta del pie. Es necesario.