Sunday, March 28, 2010

Los viajes


Avanzando por la angulosa cuesta del semestre, decido, sin embargo, no descuidar demasiado este parque. Y aunque tengo ganas de comentar un par de magníficas movies correspondientes a este fin de semana, prefiero dejarlo para más adelante, cuando la carne no esté en el horno y el pueblo permanezca bajo control, satisfecho y devoto.

Así que este será un post breve, tipo escritura automática, una señal de humo para aquellos que me visitan en busca de oscuras flores (no siempre las encuentran), amorosamente interesados por mis estados de ánimo en esta especie de “todo o nada” que es nuestra nueva vida.

Noticia telegrámica: Me han invitado a Barcelona en octubre; se trata de un festival literario que organiza el creativo, maravilloso y vanguardista Colectivo Fu, a las cabezas de Lolita Bosch y Fernanda Álvarez. Probablemente el festival incluya un viaje a Menorca.

Cuando leí el tercer e-mail, “Menorca”, pensé -por asociación sonora- en un lejano “viaje sin retorno” al que mi abuela Pura se refería siempre, misteriosa y fatal, con esa su poesía involuntaria, mirándonos las pecheras de los vestidos chiclanes que Rocío y yo llevábamos con el desgarbo de las prepúberes; haciéndonos sentir inexplicablemente culpables por eso que parecía una partida inminente. Pero era mi prima hermana la que le preocupaba más; su “viaje sin retorno” estaba cerca, era irreversible y -casi podía apostarlo- doloroso: “Menarquia” se llamaba aquel destino. El sitio no estaba en Grecia, pero si llegabas ahí, jamás volvías. Era peor que el Triángulo de Las Bermudas.

Ahora voy a Menorca, feliz, ilusionada, pues sé que de ningún viaje uno vuelve idéntica. Y esto es importante. Es vital mudar(se), fingir ser otra, darse la oportunidad de ser otra, seguir el destino de las suavísimas líneas en la planta del pie. Es necesario.

Sunday, March 21, 2010

Bright Paranoid Park


Esta vez vimos una de zombies. Es que ha sido una semana monstruosa: escasas horas de sueño, frío, gripe y un trabajo académico que más parece entrenamiento de la Marina (además, claro, de ese otro trabajo emocional que significa extrañar y, a pesar de ello, intentar ser feliz y estar completos).

Y está La Cosa, que si bien es creación de la escritora mexicana Guadalupe Nettel, la tomo con todo derecho pues yo, igual que su personaje, convivo con ese alien interior que durante años ha ido prefigurando una nueva identidad y devorando la identidad original. La Cosa, para mí, es la escritura misma, esa instancia donde todo, todos, incluso los que amas, son tus enemigos. Porque La Cosa es posesiva, exigente, celosa, impaciente y, sí, sí, autodestructiva pese a su pulsión demiúrgica.

En esa onda, entonces, rentamos Dead Snow (2009) para ir cerrando la monstruosa semana. Dirigida por Tommy Wirkola, esta peli noruega raya en el Kitsch por su capacidad para reciclar textos cinematográficos fundacionales (de un subgénero) y recrearlos con cierto humor vulgar y apelando al infalible placer de la repetición. Wirkola, experto en remakes que parodian tramas épicas o hiperbólicas, esta vez decidió trabajar con un relato de nazis zombies (sí, nazis zombies!) que atacan a un grupo de jóvenes estudiantes de medicina, rubios y ultracontemporáneos, quienes han decidido pasar unas vacaciones de sexo, alcohol y violentos paseos en moto en una alejada región escandinava.

Del fondo de la misma nieve, sin embargo, emergen los nazis, casi leprosos y aún más xenófobos, en busca de un supuesto tesoro perdido (valiosas monedas judías, joyas, ¿quizás dentaduras?) y con sed de venganza (sucede que durante el holocausto, un pequeño pueblo montañés se había organizado para rebelarse contra el poder inhumano de la esvástica; el Coronel Herzog y algunos de sus hombres consiguen escapar hacia la cima de la montaña, donde seguramente habrían muerto congelados). Hay sangre con sonido acuático que brota a manantiales de ojos y oídos, hay también muchos intestinos –lo curioso, ¿o esperable?, es que las tripas son rosaditas, cordones limpios, antimarquezianamente lejos de los excrementos, como si se tratara, claro, de vísceras experimentales-. No falta la postal del líder zombie, dándonos la espalda, arrobado ante el vasto y sublime paisaje de la nieve: un romántico incomprendido.

Las reseñas sobre esta peli la relacionan con otros inolvidables filmes gore, como The Evil Dead; sin embargo, además de humillar el guiño considerándolo inferior, un puro ejemplar clase B, no se dan la oportunidad de entrever en esta hilarante movie alguna revelación. No sé si soy ingenua o me empeño en una lectura alegórica, pero admito que Dead Snow no sólo me hizo asquearme y reír, sino también sospechar que aunque las nuevas generaciones europeas han superado con enorme dignidad el genocidio inscripto en su genoma histórico, es también cierto que cualquier relax que ellos o nosotros nos demos -bajo el pretexto de que la modernidad y sus distancias nos permiten aproximarnos al horror sin involucrarnos ya éticamente- puede entrañar nuevos y más sutiles horrores.

En Dead Snow no hay ningún sobreviviente (y esto la distancia dramáticamente del estilo hollywoodense); la nieve sólo crioniza la historia, pero continúa siendo un potente agujero negro en el que cualquier juventud, de no estar alerta, podría infectarse y sucumbir.

Me acuesto tarde, gozando con morbo de dos efectos sonoros memorables: el ronco gruñir de perro de Herzog y la canción “My Ass”, capaz de liberar cualquier instinto.

Saturday, March 13, 2010

Instinto


Acabamos de regresar del zoológico (de Tampa). Traigo en las fosas nasales un inolvidable olor a rinoceronte, y no es metáfora. Necesitábamos justificar estos días del Spring Break, pues no se trata sólo de lavar la ropa atrasada, mirar pelis extrañas que se infiltran en las pesadillas o sacar de biblioteca torres curvilíneas de libros cuya visión consigue tranquilizarme por unos minutos. No nos alcanza el dinero para otra cosa, de modo que seguimos el instinto de Irene, que ama a los animales de un modo espeluznante, y nos lanzamos a la aventura urbana de zoo.

Aparte de la experiencia de la belleza salvaje e inconsciente –un tigre de Bengala que se despierta ante tus propios ojos, fulminándote con los suyos, de una transparencia celeste y satánica; una jirafa elegantísima, elevándose por sobre la mediocridad; una tortuga amniótica bailando en la nada profunda de una laguna artificial-, está también la experiencia del asco primitivo, la experiencia de la ternura maternal y la del horror, quizás la más sensual de todas.

Respecto a esta última, por ejemplo, sucedió que atravesábamos el túnel de las víboras cuando supe que algo había tocado mis “zonas erróneas”. Ya venía yo inquieta y divertida de haber mirado durante largo rato un monstruo marino durmiendo una borrachera. El bicho es indescriptible, de modo que me limitaré a decir que está lejos del asco y cerca, más bien, de lo cómico. Una especie de broma de esas que la naturaleza suele jugar sin pudores. Pues bien, en el túnel de las víboras se respiraba veneno. Algunas cascabeleaban nerviosas ante el flash con el que un chino las acribillaba como si quisiera robarles el alma. Soporté el tránsito diciéndome que sólo en los filmes clase B estalla el grueso cristal que separa la furia biológica de la razón burguesa. Por suerte, no hizo falta que estallaran las criptas, bastó la imagen de una piel vacía, el pellejo hueco, la persistencia isomórfica del reptil, ahora sólo células muertas y escamitas como lentejuelas dispersas por ahí, para que empezaran a picarme las palmas de las manos.

No tengo la menor idea de por qué este reflejo alérgico. No me había pasado antes y no tiene nada que ver con una provocación histamínica, sino más bien con un efecto de sinestesia. Claro que si lo pienso bien, no me perturbó tanto la idea del tacto escarchado de la víbora plateada (venenosísima, según anunciaba su ID), sino el hecho de que pudiera huir, escurrirse de sí misma, abandonar su antigua cosmética y convertirse en una culebra nueva y joven, en una contundente serpiente postbíblica. Allí, como alma en pena, todavía acariciando el tronco con el que habían adornado su hábitat, continuaba obscena y cilíndrica, igual que una media nylon, su vieja epidermis.

Claro, pensé, rascándome recíprocamente ambas palmas, de este modo es imposible inculpar a nadie. Los crímenes ofídicos son elegantes e irreversibles.

Esto fue cuanto aprendí en mi visita al Zoo.

Friday, March 5, 2010

Ser o no ser



Cohen dice que los hechos puros –la vida, digamos- no tienen sentido. Es el relato, la organización que provee el trabajo de la narración lo que le otorga sentido a eso que pasa. Estadísticamente hablando, ¿cuánto de aquello que sucede durante el día, los actos mínimos, la rutina invisible, contiene la absoluta inmanencia? Cepillarse los dientes, dormir una hora más, quemar el arroz, pensar en nada… Cohen también dice que, en el caso de la ficción, la edición de una historia involucra aquello que permanece en potencia, lo que no se cuenta, el relato que no se desarrolló, el destino que no se eligió. Esas otras historias “suspendidas” son los residuos del azar.

De modo que los escritores, digo yo, estamos plagados de karmas. Los karmas de esos destinos que escupimos antes de realizar. Los personajes abortados, las historias que no pudimos encarar porque nos faltó el talento o la experiencia, o peor, porque nos sobró el ego y pudo más el código del “relato industrial” que la libérrima lírica, que la desolada incomprensión; todo eso genera también un peso.

Hoy estoy heavy. Ejercito la auto condescendencia pensando que estos son los años del “afuera”; los años en que uno escribe para un destinatario exterior, y a eso se debe la vulnerabilidad. Ya vendrán los años en que la escritura podrá darse el lujo de ser hermética, y hasta soberbia. Escribo, mientras tanto, fecundando secretamente esa escritura.

Pero bueno, así como la ficción es una enfermedad (a veces crónica, como la de las telenovelas mexicanas, cuyas tramas me causan un masoquista e infinito placer: “voy a revelarte la verdad de tu origen”, “oh, por Dios, no recuerdo mi pasado”, “tu apellido lleva nuestra sangre”, “eres adoptado”, "nunca fuiste una Del Carpio"), ella misma encierra su antídoto. Vi, por ejemplo, Moon, una peli de ciencia ficción sobre astronautas clonados. Ahí también hay un problema de identidad, sólo que, a diferencia de los culebrones mexicanos, la identidad esquizoide no está en función de un otro precario, sino de la íntima correspondencia interior. ¿Cómo será comprobar, una tarde cualquiera, que tenés un clon?, ¿que este clon es más joven: vos, diez años más joven? La vida en potencia se revela, monstruosa y brillante, en esa confluencia de vos en todas tus edades.

Hay gente que podría hartarse con tu repetición. Pero a vos, esa añorada semejanza te enternece.

“Voy a revelarte la verdad”, le decís, entonces, vos, lleno de amor, a tu clon.