Wednesday, April 28, 2010

La resurrexxxión


Alejandro, mi hijo, está aprendiendo a hablar inglés como los negros. "Yo´son!". Le gusta, dice que las cosas, nombradas así, son más profundas."For real?". Ha comenzado a salir y todas las leyendas urbanas se me agolpan en el cerebelo. Es cuando la ficción sirve para lastimar, para atormentarte.

Pero hay cosas que no son ficción. Un chico de catorce muere en Atlanta golpeado por una pandilla. Le pegan por hispano. En Nueva York, un grupito de gringos aguarda sentencia por la muerte de Lucero, un ecuatoriano de pómulos altos, víctima del deporte nocturno más boludo de las últimas décadas: la caza de hispanos. También en Santa Cruz los adolescentes se convulsionan bajo los puños y la rabia irracional de las pandillas, las de clase baja, y las de clase media y alta. La sutil y quizás nada significativa diferencia es que la gente sabe muy de qué lado está y qué cosas los agrupan inevitablemente, más allá de que en los últimos años la dinámica de la movilidad social haya experimentado ligeras variantes.

Alejandro, en cambio, está atravesando su pubertad con una incertidumbre más. ¿Quién es, verdaderamente, a nivel racial, aquí en Estados Unidos? En los miles de formularios que llenamos por esto o por lo otro, dice que somos “hispanos”, bien, pero de pronto aparecen categorías macrorraciales en las que la opción “mestizo” es una palabra en sánscrito escrita con jugo de limón en papel de arroz. No existe.

La mirada absolutista del norte no distingue matices. Y a veces los matices son necesarios porque permiten respetar la singularidad, la individualidad y el derecho irrenunciable a la contradicción.

Y la prueba es la reciente ley de Arizona, una ley despiadada por lo básica e instintiva, y vergonzosa por lo troglodita, que institucionaliza, legaliza y ampara el ejercicio del racismo como una forma de proteger la ciudadanía! ¿Qué es, pues, una “sospecha razonable”? ¿Quién ha creado un “sospechómetro” tan eficaz que pueda, sin caer en lecturas tipo Cesare Lombroso, distinguir entre el “pómulo afilado de la nínfula” y la estructura ósea facial de un latino peligroso? ¿Cómo, además, saber que la pronunciada convexidad de un pómulo está íntimamente relacionada con la tendencia animal a matar, estafar, mutilar, violar? Pues, parece que la tecnología sureña de una Arizona cuya última belleza reside en sus maravillosos desiertos ha sido capaz de crear esta infalible máquina de “intenciones humanas”, este “pomulómetro” portátil, con batería de infinita duración, que ya lo hubiera querido Lombroso para probar, sin margen de error, que la gente fea es criminal.

Hitler dead? No hace falta un espiritista para darnos cuenta que la pestilencia tipo polstergate de la era hitleriana, como el herpes, presenta recidivas en los lugares menos pensados. Bueno, ni tanto, Arizona tiene secretos de familia muy bien encapuchados.

He estado en una onda sintomáticamente apocalíptica en mis últimos tres posts, y aunque la resurrección del Mal me pone insoportablemente morbosa, prometo bajar el tono en lo venidero.

Mientras tanto, aprovechando el topos, comparto en este link un episodio de mi novela Tukzon, historias colatelares.

Monday, April 19, 2010

Los frutos del mal


Venían los domingos. Llegaban de a dos, con sus bien planchadas blusas de hilo y faldas de lino oscuro, zapatitos de charol y un maletín de cuerina con el logo de su iglesia impreso en el bolsillo delantero, rebosante de marca-páginas con imágenes de palomas celestiales, gruesas cadenas de hierro estallando, ojos en clímax y hombres en bata cenando pan dietético.

No podría decir ahora si eran “Testigos de Jehová” o miembros de alguna otra iglesia (tampoco es de mi interés parodiar ninguna creencia, menos cuando el hiperrealismo del Siglo XXI parece darles la razón!!); lo que sí es cierto es que mi abuela Pura las llamaba indiscriminadamente “evangelistas” (sólo pude resemantizar el término con la nueva demonología del espectáculo, es decir, cuando Linda Evangelista entró en acción y supe que la belleza podía ser también un mensaje sobrenatural).

Pero mientras tanto, las evangelistas –a quienes mi abuela recibía con cordialidad, prudente escepticismo y sendos vasos de limonada- poblaban mis noches de pesadillas. Aunque enterrara mi cabeza bajo la almohada, todavía podía escuchar sus siseantes susurros anunciando el fin del mundo, el implacable juicio final a cuya cíclope omnisciencia ningún acto, por mínimo, necesariamente escatológico, o insignificante que fuese, podría escapar. Si habías traicionado a tu mejor amiga, si habías sustraído algunas monedas del sagrado bolso de tu madre, si habías deseado al noviecito de tu vecina, si habías ansiado la muerte de tu padre, si te habías masturbado montando a caballito en el toco de la cocina, si habías, por un momento, por un fragilísimo instante, soñado con tu propio exterminio para alcanzar por fin la lejanía angustiante de las estrellas, ibas a rendir cuentas. Y los saldos estarían en tu contra. Arderías en el fuego eterno.

Sí, el paisaje apocalíptico constituía el escenario favorito de mis pesadillas: bosques y bosques ardiendo, como si ya conociera Arizona, lenguas altísimas de fuego que me acariciaban todavía sin tocarme, y en medio de ese cielo manchado de smog bíblico, las jazzísticas trompetas de ángeles tan bellos que llegaba a comprender la gula de Satán, su aliento volcánico.

Mi peor pesadilla, sin embargo, estuvo exenta de fuego y trompetas y saturada de confusión. Era eso, y lo sería para siempre, en la más ardua adultez, la confusión, el principio del infierno. Frente a mí, siete Jesucristos idénticos, melenudos como hippies nostálgicos, y pálidos como culposos cocainómanos, me desafiaban a escoger al verdadero. Si yo me equivocaba, si no era una elegida, tendría que subir a una nave espacial que aguardaba pronta y erecta a un costado del pequeño ejército de clones. En el espacio exterior moriría torturada, una y otra vez, en manos de quién sabe quién. (Yo leía mucha “Duda” por esa época, ya les he contado).

Los siete santos me miraban con la misma beatitud. ¿Cuál, cuál era el verdadero? Las evangelistas habían dicho que sólo los buenos serían capaces de reconocer a su Señor. Si yo era una inmanente bastarda espiritual elegiría siempre a alguien falso. El fantasma de la copia pondría su falso sello en medio de mi ilegítima frente. ¿Cómo, cómo distinguir “la diferencia en la repetición”? Quizás ya desde entonces bullía en mí la semilla del mal y la deformidad, la semilla del Kitsch.

Desperté, sudando a mares muertos por esa pesadilla tipo manufactura. Eso fue a los nueve. Sin embargo, aun hoy, cuando pienso en los siete Jesucristos y sus catorce ojos impasibles me invade un horror ácido, tengo miedo de no tener fe. Y me regocijo cuando descubro que mi fe está hecha de otra materia.

Si traigo a colación esta aventura onírica es porque la he recordado con toda nitidez al ver hace un par días, en la portada del periódico El Deber, la fotografía que ilustra este post. Me he tomado la libertad de hacerle un gracioso montaje, implantando a un trompetista intergaláctico bajo las nubes atómicas, sólo para proponer la idea de que los paisajes de la imaginería bio-ecológica actuales vienen al encuentro del viejo Apocalipsis con la obediencia del Hijo Pródigo.

Las revistas Atalayas de los años noventa, en el alumbramiento del año 2000, postulaban una estética ecológica devastadora: cielos de humo y cenizas, una naturaleza mutante y agresiva, un ser humano desvinculado de su propia cadena alimentaria, confundido. Pues bien, la fotografía del espacio aéreo europeo, después de que el volcán del glaciar Eyjafjälla en la India comenzara a erupcionar, no tiene nada que envidiarle a los cielos apocalípticos de las evangelistas nerds. El milenarismo del año 2000 catalizó, quizás, en las Torres Gemelas, y a una década de ese hito, la seguidilla de terremotos nos ha movido literalmente el piso y el mundo-bajo-control is over. Una nueva correspondencia entre los planos que nos contienen -“así en la tierra como en cielo”- nos reclama un nuevo existencialismo. Esta súper geoepilepsia generará flujos migratorios antes insospechados y, sin lugar a dudas, novísimas comunidades culturales. La fiesta viral del “Apocalistick”, como maravillosamente propone el gran Carlos Monsiváis, acaba de comenzar.

La diferencia, en esa repetición, reside en que hemos naturalizado algunos desastres y esta familiaridad nos recoloca en la postal cósmica. Habrá que ver con qué caras, con qué intensidad en la mirada, con qué certeza en la boca, con qué mueca aparecemos, habitantes posthumanos, en esa nueva foto. Pero además, ¿no es que se había acabado para siempre el gran relato?

Saturday, April 10, 2010

La mirada del robot


“¿Cómo narrar después del holocausto?”, se preguntaba Primo Levi, aterrorizado de que no sólo el relato de la historia, sino también la cultura tendieran a suavizar lo insoportable. “Es imposible escribir un poema después de Auschwitz”, sentenció a modo de respuesta Theodor Adorno, en relación a esa catarsis negativa que significó la era hitleriana. ¿De qué modo cambiaba la concepción de la belleza, del héroe, del destino, pero sobre todo, cómo entrever una teleología que no condujera al horror? ¿Cómo escapar, digamos, de una “novela policial hiperrealista”? La trivialización del pop fue una respuesta, y cuando esa reacción no fue suficiente, apareció el afterpop.

Anoche vimos The Hurt Locker, de Kathryn Bigelow y, entre otras cosas, nos quedamos conversando hasta las seis de la mañana (tuvimos que improvisar un “brunch” y tomar toneladas de café durante toda la tarde). A dice que el exterminador de bombas es un remake muy inteligente de Terminator: vas-desarmas-vuelves. Destruir estructuras, aunque sean bombas, parece ser la misión de este soldado norteamericano, un tipo cuya subjetividad sólo aparece en minúsculos momentos.

Yo, en cambio, pienso que no se trata de un personaje tan ready-made: el hombre endurecido por la guerra que ha renunciado a una vida “normal” en aras de la nación y que a cambio obtiene el exilio de la sociedad civil. De hecho, el discurso nacionalista de The Hurt Locker no es obsceno y, más bien, se diluye en la medida que los contornos de ese planeta extraño que es el desierto de la guerra van consolidándose hasta prefigurar la única cultura posible, vital y carnal en un mundo de asépticos supermercados.

Hay, pues, una poética de la guerra. Y lo sintomático y hermoso es que esa poética tenía que venir del ojo cinematográfico de una mujer, que antes que buscar una estética para seducir al que mira y luego zamparle el mensaje propagandístico subliminal, expone primero el corazón del asunto y luego, de a poco, va componiendo un planeta alien hecho de soldados que parecen astronautas con sus pesadísimos trajes antibombas, de desierto sucio de cenizas y atardeceres como en La Guerra de las Galaxias, de niños con los días contados, de tercos suicidas y, también, de una sutil parodia de la violencia bélica codificada.

Kathryn Bigelow no ha necesitado tampoco de la subtrama amorosa para redimensionar al soldado exterminador; si bien queda claro que tenía una mujer y un hijo, esa pequeña familia afantasmada sólo es funcional en cuanto puede enfatizar el contraste entre una sociedad tediosa, previsible, demasiado “a salvo”, y la vitalidad horrible de la guerra, allí donde tienes el valor de buscar en las entrañas de un cadáver niño la existencia de una bomba, como si fueras el lujurioso dios Saturno o un caníbal posapocalíptico, hambriento, adrenalínico, siempre al filo.

Entonces el vacío de los últimos años se rellena. El hombre elige la guerra.

¿La mujer? Ese es otro issue que en esta peli se aborda desde la ausencia simbólica. Madres árabes, jóvenes gringas iluminadas por la epifanía de la viudez (hace poco vi en una tienda a una mujer negra que llevaba una polera retro con una leyenda contundente: “My husband is in the War”)… de ellas, por ahora, sólo flashes.

La peli de Bigelow establece una crítica, pero no sé si una autocrítica suficiente, pues esta neorromantización del soldado industrial puede también ser leída como la gestación de la raza perfecta y monotemática que todo imperio ansía.

¿Cómo narrar durante Irak? Bigelow escoge la cámara obsesiva, fija, como la mirada de un robot, pero sin su mediación, pues no es gratuito que el exterminador aparte al bicho de metal para meterse de lleno en el escenario de la guerra y desarmar con sus propias manos una bomba de mil tentáculos, mientras el tiempo cobra su verdadero sentido físico: el del transcurso de los segundos. La virtualidad no es suficiente para comunicar la experiencia. Y en eso yo también estoy de acuerdo.

Saturday, April 3, 2010

Las que soy


Víctima de una alergia adquirida al polen o a los robles que me produce olas interminables de estornudos, me tomo una pastillita de Claritin (y ya sabemos que la industria farmacéutica en este país sigue siendo experimental, en el sentido más peligroso del término). Caigo fatalmente dormida.

Sueño que tengo una empleada a quien puedo encargarle con toda confianza el menú de la semana. La mujer tiene colmillos de vampira y habla un idioma que no comprendo. Es una relación un poco friqui. Ni qué decir de las garras curvas con las que sazona sanguinolentos trozos de carne. Pero estoy tan desesperadamente agradecida que no me importa si sirve coágulos temblorosos a la crema. Despierto entre el alivio y la desilusión. Mis sueños mojados de ahora son los patéticos remanentes de una exburguesita que no se ha liberado del todo.

Y aunque me da un poco de pudor, necesito confesar mi estrategia de supervivencia a esa terca nostalgia de la “antigua vida mía”. Cada vez que me agrede la torre de platos sucios, la necrofilia gélida de la heladera con sus paquetes de bifes duros y papas precocidas, busco en mi clóset emocional –ahora que está tan de moda sincerarse, abrir el clóset- mi disfraz imaginario de criada mexicana. ¿Por qué no una “criada boliviana”? Quizás porque no se ha trabajado demasiado desde la ficción ese papel; en cambio, ser una “criada mexicana” tiene lo suyo. Conocer los secretos horribles de la familia, las traiciones, los amores prohibidos, tener a mano el frasquito de veneno o somnífero hipnótico, susurrar amenazas, calarse las finas medias nylon de la señora, ¿no es acaso encantador?

Entonces me llamo “Nati”. “Vamos Nati”, me digo, voluntariosa, renunciando incluso a los guantes amarillos de cirujana. Yo quiero el contacto violento con los restos de comida, el anticipo de su putrefacción, el falso consuelo higiénico del detergente, el revoltijo conmovedor de colchas y almohadas. “Yo sé todo de vos, chiquita”, le digo a Irene, amenazadora, “y te vas a tragar todo el plato”.

Cuando termino los quehaceres, cuelgo mi delantal imaginario en mi clóset de supervivencia y me despatarro en el sofá, por fin a solas. A solas con “Papi”. Rita Indiana Hernández me ha estado esperando desde hace una semana y está mal ser descortés con visitas tan gratas, sobre todo si provienen de la más alta literatura.