Thursday, May 27, 2010

Devenir Madre


Más de una vez me he encontrado imaginando cómo sería mi vida sin hijos. En qué lugar, con quién, bajo qué circunstancias estaría. Casi siempre esa vida especulada era más emocionante que esta, como si no tener hijos constituyera la inmediata garantía de la eterna juventud, y como si tenerlos implicara, también de inmediato, la anticipación de la vejez, la lenta muerte. Esa obsesión se hizo tan intensa que, impelido por el amor, un buen amigo me dijo: “Vos creés que serías mejor escritora si ellos?”. No supe si decir que sí, pues lo que menos quiero, por otra parte, es encontrar pretextos para enmarcar la batalla literaria. Él remató: “¿No te has puesto a pensar que tu sustancia nace de esa contradicción?”.

Lo que quiero decir es que ser parte del Día de la Madre era algo que me asqueaba. Quizás las horribles resonancias de un himno masoquista escolar: "Y abnegada soporta las cruces/ que por buena le carga el dolor", activaban mi huida despavorida. No quería estar en el lugar de esa sangrienta heroína.

Ha sido la progresiva amistad con mujeres y con mi propia madre lo que me ha hecho reconsiderar la estética de la maternidad –porque como todo, como toda aventura o ideología, la maternidad también tiene una estética-. Hay entrega y renuncia, es cierto, y hay mayor disposición para el dolor, también es cierto, pero la acción dura, alegre y emocionante aparece justo en la lucha con el ego. El ego de la madre es monstruoso y, aunque presenta variantes culturales significativas, es capaz de torcer el destino del hijo si no sabe ejercer el derecho de ambas libertades: la suya y la del hijo. Somos madres también porque constantemente estamos regulando la injerencia del ego en una vida ajena. Tener o no tener razón, advertir o no advertir, dejar ser, replegarse generacionalmente: ¿hay un mejor ejercicio?

Así, he aprendido de algunas amigas que es necesario ser más madre que amiga; de otras, que uno también puede equivocarse y hacer el ridículo; de otras, que la vocación maternal no es un unidireccional sino rizomática y se extiende a las relaciones no biológicas: te reciben en casa en los peores momentos y te dicen verdades dolorosas, más dolidas ellas por tener que decírtelas.

Hoy, pienso en mi madre, y fantaseo con su juventud y su soltería, cuando era ella misma, sin la proyección orgullosa-culposa de los hijos, y estudiaba Filosofía y Letras y seguramente soñaba con vivir en París. Quiero pensarla de esa manera, ahora que es abuela y dice que es “doble madre de Irene y Alejandro”, porque a veces uno pierde de vista que en el origen, antes que una madre bifurcada en vidas “actuales”, hubo una niña, una mujer sin himnos, una joven algo inconsciente y la potencia de su generación le pertenecía. El resto, el futuro, dormía en sus ovarios.

Thursday, May 20, 2010

Como un sueño


Estas somos Irene y yo atrapadas en la magia del Atlántico Sur. Dolía tanta belleza, tanto mar ajeno y tan cerca de casa. La aventura terminó, pero cada una trae en la mochila su propia narrativa. Irene y Liniers, por ejemplo, se hicieron best friends y el pacto consistió en un intercambio de pingüinos a quienes han bautizado con sus respectivos nombres. Tuve que defender a Liniers de la revisión inquisitorial en Miami; hubiera sido terrible que lo despanzurraran en busca de cocaína patagónica.

Por mi parte, me traigo libros, regalados y comprados, como debe ser en todo viaje que se precie. Pero sobre todo me traigo el sabroso testeo de un país cuya literatura ha nutrido desde siempre mi torrente sanguíneo. Amigos, descubrimientos, chismes, revelaciones, nuevas hermandades, todo eso que marca a fuego los viajes extremos. Mi profundo agradecimiento para los muchachos de editorial G7 que cuidaron cada detalle, incluso nuestra mítica expedición hasta el último faro, en un catamarán llamado “Shackleton”. La travesía nos deparaba un encuentro brutal con lobos marinos. Según dijo el capitán, semejantes monstruos no figuraban en la agenda, pero allí estaban, voluptuosos, gritones, peligrosos. El terrible olor a grasa y sexo nos mantuvo a distancia, pero nos acercamos lo suficiente como para apreciar el horror fascinante de sus fauces lujuriosas.

La última tarde en Buenos Aires, entre el fervor político de los trabajadores gastronómicos que avanzaban, pancartas en alto, por la calle Corrientes, amenazando con no atender durante el fin de semana largo porque “el derecho a mantel y a cubierto no alcanza”, me sentí otra vez acunada por la irresistible violencia de la cotidianeidad latinoamericana. El sudor del pueblo es el mejor souvenir que alguien pueda empacar para cuando llegue el momento de las saudades.

En el avión, Irene me pide que le cuente “el cuento para dormir”. Estoy agotada y feliz y no se me ocurre nada. “El cuento de Mariana”, sugiere Irene, refiriéndose al “petiso orejudo” cuya estatua de cera vimos espeluznadas en la prisión de Ushuaia. No tengo la escalofriante pluma de la Enriquez para narrar esas leyendas urbanas, pero hago el intento: “había una vez un hombre con grandes orejas, no era un duende bueno, era un psicópata en miniatura…”

Thursday, May 13, 2010

Desde El Fin del Mundo


Anoche, bordeando la orilla austral del Atlántico, llegamos hasta la Casa de la Cultura de Ushuaia, donde Mario Bellatín leyó el texto de su conferencia “¿Le gusta este jardín que es suyo? No deje que sus hijos lo destruyan”. Un texto raro pero sin embargo natural (y naturalista), como toda la obra de Mario. Se lo puede leer como la autobiografía darwiniana del autor que, atravesando sus múltiples muertes, encarna, entre otras, la naturaleza de un perro, la de un sabio árabe, la de un anciano decrépito. En ninguna muerte puede, sin embargo, descansar, pues el delirio imparable de la ficción lo resucita karmáticamente. ¿Qué busca Mario en sus múltiples regresos? Comprender, quizás, la causa de su falla o carencia: Le falta el brazo derecho. O mejor, comprender la finalidad de esa ausencia, como quien aprende a amar a un fantasma. Otra posible lectura es que la pulsión antropofágica de la escritura va devorando al autor, desmembrándolo sin piedad, ahora un brazo, mañana quién sabe.

“Pero siempre es posible resucitar”,
me confesó hoy Bellatín, agitando el garfio metálico como quien rompe la realidad.

Eso, entre otras cosas, frases inteligentes –Pauls: “el rechazo es un sentimiento alegre”; Lissardi: “hepatitis y literatura: mucha gente descubrió su vocación literaria durante esa enfermedad” (yo, durante una larga nefritis)-, retumba en mi agotado cerebro mientras no puedo evitar pensar que el garfio de Mario es un heridor signo de interrogación.

Sunday, May 9, 2010

Space Oddity


Hace unos meses ni Irene ni yo nos hubiéramos imaginado que el día de su cumple No. 10 estaríamos volando tempranito hacia Buenos Aires, para embarcarnos luego hacia la mítica Patagonia. Pero la vida te da sorpresas y yo adoro ese lugar común. Vamos rumbo al Festival Iberoamericano de Nueva Narrativa, que se realizará del 12 al 16 de mayo de 2010 en la ciudad de Ushuaia, Tierra del Fuego, en respuesta a una generosa invitación para participar de la sección Crónicas del Fin del Mundo.

La idea que tengo de la Patagonia se ha alimentado, por supuesto, de la ficción, principalmente de las historietas de Editorial Columba que yo de niña solía devorar sin otro filtro que no fuese la exigencia del color. Las viñetas en blanco y negro las dejaba como respaldo, cuando se me habían acabado las lecturas y entonces no quedaba otro remedio que mirar las aventuras de Pehuén Curá en lápiz carbón. Pero, más allá de ese folk y de la lejana percepción de que en su cordillera hay una tradición de irresistible nieve gótica llamándome con largos aullidos, lo que me fascina de este viaje es su gesto subversivo.

Si bien las dinámicas culturales de las sociedades latinoamericanas (y también de la española) han venido cambiando desde hace pocos años desplazando desde el núcleo hacia la periferia sus referencias y acciones, en muchos casos ese desplazamiento constituyó sólo un “tours”, un nuevo modo de exotismo, una proyección de lo de siempre. Por suerte, los nuevos lugares idearon distintas estrategias, un imaginario paralelo, que los postulan no sólo como anfitriones, sino como topos literarios. Y es que está ese asunto de Mahoma y la montaña tiene más vigencia que nunca en la reconfiguración global del mundo.

La descentralización de la cultura, en este caso de la literatura y sus procesos de producción, tiene connotaciones “administrativas”, pero también involucra un cambio de mirada. Renovarse, generar vanguardias, apostar, desahuciarse, experimentar, extraviarse, descubrir, redescubrir, desmitificar, construir una fe, eso sólo es posible con un turning point de la mirada, y qué mejor que enfrentarse con un paisaje diferente, una ruptura de la eterna postal.

En el próximo post les contaré los pormenores de esta exploración glacial que Irene y yo estamos a punto de comenzar.

Tuesday, May 4, 2010

Los motivos de Darwin


El verano en las pequeñas ciudades universitarias de Estados Unidos tiene, en el fondo, algo triste. Es así. Podría ser como en las películas: sol, chicas en bikinis lavando autos “aparcados” en la calle sin el rigor de ningún parquímetro, chicos musculosos con demasiados planes, todos de cacería, eligiendo, salivantes, el mejor ejemplar, la vida como un barroco tropical, sin espacio para el arrepentimiento; pero no es así. No del todo. Al final del semestre estas ciudades diseñadas para estudiar como obsesos se vacían. Y entonces los extranjeros que nos quedamos comenzamos a entablar una relación afectivo-espacial diferente. Sobreviene una noción aplastante del experimento infinito que significa vivir en un lugar que no es tu patria, de entregarle tus horas y minutos a ese lugar.

Esta mañana me quedé mirando a un pájaro carpintero aplicadísimo sobre una corteza que chispeaba en astillas ante sus arremetidas. “Eso es tener un sentido en la vida”, me dije, “eso es estar verdaderamente enfocado”. El pájaro no me miró para agradecerme el cumplido.

En el verano, sin embargo, en ese hermoso mar de tedio artificial e incalculables grados Fahrenheit, uno hace sus mejores descubrimientos.

Acabo de leer un ensayo del brillantísimo Adam Gopnik: “La reescritura de la naturaleza: Darwin novelista”. Gopnik describe al mítico naturalista inglés como un científico profundamente consciente de que entre sus principales responsabilidades científicas figuraba la de saber comunicar por escrito los enigmas conmovedores del mundo visible y, sin embargo, invisible. Siendo Charles Darwin un respetable caballero victoriano, no podía darse el lujo de entrar a patadas en los recintos del conocimiento y la fe diciendo cosas horribles como “he descubierto que en la familia tenemos seres con mucho pelo”, o lo que es más: “he descubierto que esas criaturas constituyen nuestro origen, la preexistencia a la que se refería Platón”.

Darwin, revela Gopnik, estaba obligado a elaborar una narrativa que no sólo revelara una verdad tan revolucionaria como la de Galileo Galilei, sino que también hiciera sentir al lector que esa verdad había estado siempre ahí, respirando naturalmente, que no implicaba una herida asquerosa en la dignidad humana, y que sólo había que prestar un poco de atención para apreciar la contundente lógica que la sostenía.

¿Qué estrategias narrativas o retóricas utilizó Darwin para compartir los resultados de toda una vida de observación de las especies? La tragedia griega no le servía de mucho, ya que lo que intentaba era precisamente eliminar de la linealidad azarosa de la vida la intervención soberbia y caprichosa de cualquier Deus ex Machina. Tampoco le servían las fábulas fantástica o gótica saturadas de metáforas y analogías que persiguen equivalencias entre el reino de los vivos y las necrosis y sus mundos derivados. De hecho, me atrevo yo, Darwin era una especie de anticipación de Raymond Carver, un tipo que renuncia a las metáforas ornamentales, más que por una decisión estética, por una cuestión ética: la realidad es cruda y su crudeza es lo mejor que alguien te pueda entregar.

Es así, cuenta Gopnik, como Darwin decidió comenzar El origen de las especies describiendo las técnicas que los criadores de palomas (y también de perros) utilizan para manipular sus conductas, ya cruzándolos, ya modificando sus estímulos externos. Al cabo de un tiempo, esas especies manifiestan significativas variantes. Y he ahí que brilla la tesis darwiniana: si esto es posible con la pequeña intervención humana en tiempos cortos, imaginemos lo que puede hacer en longitudes inconmensurables la crianza sostenida de la naturaleza. La mínima historia de una paloma encierra el gran relato épico de la especie humana, sus luchas y contradicciones.

Darwin pone al mismo nivel al criador y al científico, con la misma elegancia con que intenta “derribar la creencia sin lastimar al creyente”. Y es que a la creyente que más cuidaba era a su esposa Emma, cuyo dolor por la temprana muerte de su hija Annie (10) sólo era soportable desde los dogmas de la fe. Darwin admite, entonces, que si bien el hombre puede reconocer los eslabones biológicos, todavía queda una dimensión no susceptible de empirismo: la zona del amor y la pérdida, los modos de la supervivencia.

Adam Gopnik es profundamente acertado cuando transcribe esta anotación del diario de Darwin respecto a la hija muerta: “Debe haber sabido cuánto la amábamos, y sin duda podría haber adivinado aun ahora cuán profunda y tiernamente la seguimos amando”.

Darwin no eligió, como lo haría Anne Rice, la ficción pura para sublimar el asombro ante la muerte que arrebata el cuerpo-niño de la hija. Eligió la ciencia, su rigor. Pero aun en medio de ese universo fáctico supo respetar el fascinante misterio que, según Gopnik, entraña “el espacio entre el breve, pero hondamente sentido, tiempo de la vida humana y el tiempo sin límite de la naturaleza”. ¿Qué, si no, insinúa esa esperanzada especulación: “podría haber adivinado aun ahora”? “Aun ahora”, más allá, a través de todas las fronteras.

(foto: Charles Darwin y la pequeña Annie)