Thursday, November 25, 2010

Trinchando el guajolote


Las carreteras están atascadas. A esta hora de la tarde muchos han iniciado la breve migración hacia otras ciudades. Apenas hemos atravesado la 352 hacia Tampa cuando ya he registrado dos accidentes. Una vagoneta púrpura hace gárgaras de humo a un costado, mientras avanzamos con una parsimonia casi espiritual (acá nadie se desquita con la bocina). Es que llega el “zen-guivin”, una fiesta cuya ideología no termino de comprender. Aunque no niego que me entusiasma, más bien, el Viernes Negro, la idea de encontrar alguna cosa curiosa, algún aparatito hedonista, a precios pornográficamente bajos. (Ojalá remataran libros). Después de ese consumo bulímico seguro que vendrá el vacío. De modo que por qué, mejor, no celebrar, simplemente celebrar, más allá de las connotaciones ideológicas de cada evento y su post-consumo; ejercitar la alegría como una manera de resistir, justamente, la amenaza del vacío.

Me preparo, entonces, con mi mejor voluntad internacional para trinchar el pobre guajolote del “Gracias dando”. Tengo que apuntar tres cosas importantes:

1. Estamos juntos. Mucha gente da por descontado eso, pero “estar juntos” en un mundo que estalla de las maneras más insospechadas es, les juro, todo un privilegio.

2. Acaba de presentarse en Bolivia la antología Lo más profundo... ¿la piel? que reúne cuentos de 11 talentosas escritoras bolivianísimas y que tuve el orgullo de compilar y prologar.

3. Mis padres vienen a visitarme en un par de semanas. Tengo mil planes, parece que volviera a tener 8 años, imagino postres, momentos, almuerzos, tiemblo, fantaseo. Me hace falta ser más hija aunque sea por un mes. Recoger el tiempo y vestirlo y ondularlo a mi paso como una falda de gasa de las que me costuraba mi abuela en un abrir y cerrar de ojos.

Pero, ¿por qué tres cosas? Qué manía. Hay más, cosas inútiles las más preciosas: el café de la medianoche junto a la lámpara, dispuesta a desvelarme y dejar mis últimos años de juventud en este amor tan grande que es la ficción, el café de la mañana para intentar “deszombificarme” y dar una clase decente, el café de la tarde, durante el seminario de Carina, para comprender mejor a Zizek, que también “gracias dando”, visita nuestra patria en algunos meses. En fin, aunque parezca increíble, en medio del apocalipsis, cada uno tiene 33 mineros emergiendo desde alguna oscura subgalaxia para transformar las mediocres percepciones con una felicidad desahuciada y subversiva. Y es así, quiero dar gracias por el café, por las cosas inútiles, por las cosas idiotas. Merci, my Lord, por el café. I´m so sorry Mr. Turkey.

Saturday, November 13, 2010

Horripilantes murciélagos


Más allá de la broma exagerada de que uno “sobrevive a un doctorado”, resplandece con opaco brillo una verdad más pueril. Ya sé que los móviles –para decirlo con palabras de un viejo detective- que acá nos reúnen son de lo más diversos. Hay quienes necesitan el status de doctor para ejercerlo con pleno derecho y una pragmática ultraconciencia en el mercado laboral, otros para cumplir el mandato materno, otros porque los novios o novias obtuvieron una beca y en algo hay que ocupar el tiempo libre en una ciudad semicampestre en un país (a veces hostilmente) extranjero, especialmente porque nos hemos creído demasiado a rajatablas la idea esa de que “tiempo es dinero” –los que pretenden ser más vanguardistas dicen: “dinero es tiempo”, pero no nos atrevemos a recuperar la noción de “tiempo” como vitalidad, intensidad, experiencia y gasto; tiempo, pues, como tiempo-. Y estamos, me incluyo con provinciano orgullo, los que hacemos un doctorado por amor.

Unfortunately, ese amor, igual que una tierna hogaza de pan francés, va anidando hongos en los intersticios. Y un día uno se sorprende con el ego lastimado, el alma confiscada y la incómoda noción de que el verdadero “uno” ha sido suplantado, quizás precisamente para sobrevivir, por este impostor que habla, dice, pronuncia académicamente y adopta una mirada algo hastiada, demasiado volcada hacia una secreta parte del cerebro donde el lenguaje (y sus limitaciones) libra batallas extremas contra la inmaterialidad de la intuición de los conceptos, y vuelve uno vencido y avejentado, una y otra vez, al mito de Platón sin haber dicho gran cosa. Y así comienza la creatividad a perder su cualidad primera: lo salvaje. Y entonces uno, lo que va quedando de uno, se pregunta si este súper entendimiento de los hilos que mueven las pasiones humanas –porque de eso se trata todo, da lo mismo ser un entomólogo, un minucioso observador de heces o un doctor en letras- cambia algo. ¿Cambia algo?

Por suerte tengo la escritura, me digo.

Y luego alguien, una teoría, un tonto desnudamiento, me hace dudar de si en serio tengo la escritura.

Vean: Amo estudiar. En algún momento, para simplificar las cosas, me declaré nerd. Quizás lo sigo siendo. Pero soy una nerd malherida, porque el acto, el proceso, la religión de leer para estudiar ha sido subsumida por una maquinaria de incuestionable llaneza: leer para competir. Leer para no escuchar. Leer para hacer discurso. Las pocas instancias de resistencia le duelen más a uno que al pequeño ejército de lectores automátas-discursivos: leer, por ejemplo, a solas, esto es, aceptar con un gesto de “aparente rendición” que se está en una comunidad académica, pero defender la subjetividad a capa y espada, dislocarse y alocarse en el error. En esa defensa, claro, al volcar las manecillas del reloj, el tiempo se desgrana y desperdicia su capacidad de convertirse en dinero, pero queda la infantil revancha de intentar que el tiempo se vuelva persona, sujeto, vida.

¿Qué es, si no, “hacer rendir una lectura”? Volverla discurso, tu discurso, la suplantación de tu espíritu.

Yo quiero leer por placer. Gastarme y perderme en la lectura. Morir en ella.

Antes de venir, había leído Chicos prodigiosos de Michael Chabon y tenía la idea o ilusión de que las amistades académicas se parecerían vagamente a esa suerte de crucigrama de destinos, un sistema en el que importe la idea de ficción que te has inventado, que la voz circule en las fantasmáticas ondas de sonido con la misma legitimidad que una cita bibliográfica en una hoja con 1.5 pulgadas de margen, que los comentarios mordaces hinquen heridas limpias y profundas. (El protagonista de Chabón ve a sus compañeros con sus gabardinas oscuras como “horripilantes murciélagos” alzando el vuelo tras el conferencista de turno, tanto fanatismo allá como en cualquier recinto de debilidades, tanto network aquí como allá). Pero no. Hay comentarios, mas su mordacidad es de niños, su malicia no es inteligente, su objetivo no es la trascendencia sino la inmediata victoria. Y claro que en este eventual “aquí” tengo excelentes amigos, pero ellos, ellas y yo estamos de acuerdo en que la academia es solo un accidente, hubiéramos sido amigos por fuera de esta burbuja; somos definitivamente más cuánticos, más místicos, más fatalistas que esta estúpida transparencia.